La enseñanza invisible

Así como la abeja recoge la esencia de la flor y se aleja sin destruir su esencia ni su perfume,
así el sabio peregrina en esta vida.

Dhammapada

 

Dice un viejo refrán chino que «los caminos fáciles no llevan lejos», dicho que nos viene a pelo para hablar de la enseñanza espiritual en estos momentos que abundan tantos métodos fáciles y tantos cursillos milagrosos acelerados que nos hacen perder de vista aquel otro aprendizaje espiritual de la mano del maestro que en la tradición requería años y años de un laborioso esfuerzo.

Podríamos decir a bocajarro que sólo se enseña lo que uno es, como si lo de menos fuera la letra y lo de veras importante fuera la intención que hay detrás que se percibe en la mirada o en el acto por más insignificante que éste sea. Enseñanza a menudo invisible que requiere de la presencia interna tanto del maestro como del discípulo y que los involucra en un proceso vivo que se cuece etapa tras etapa.

En India el maestro es más que un padre, es como un dios al que se le da la total confianza y absoluta entrega. Ahora, en nuestra actualidad, con la distancia que nos separa, las relaciones interpersonales han madurado en igualdad sin por ello perder el respeto hacia el otro, y nuestra relación con los maestros necesariamente ha cambiado.

La cuestión debería ser otra, aparte del cambio evidente de formas, ¿qué confianza habríamos de tener en alguien para atrevernos a dar un salto al vacío, más allá de nuestra ignorancia?. ¿Cuánta fe deberemos tener cuando lo que se nos pide en este camino largo de la autorrealización es dejar las pieles rígidas de seguridades y quedarnos invulnerables ante lo desconocido?.

No es de extrañar que en esta relación entre maestro y discípulo, como entre profesores y alumnos, tengan que haber unas exigencias mínimas por ambas partes para que el resultado tenga éxito, de la misma manera que no nos atrevemos a una relación larga de convivencia con un otro sin saber quién es éste y cómo reacciona ante las dificultades cotidianas.

Nos gustaría en este artículo ponernos en la piel de uno y otro; comprender los procesos y las etapas por las que tiene que pasar aquél; y ver, por último, los errores y las confusiones que curiosamente forman parte del camino.

 

El discípulo

El discípulo es cualquiera de nosotros que sintiendo que la vida es un impulso hacia delante lo transforma en anhelo de completitud. De la necesidad primordial que todos tenemos de querer mejorar , espera remontarse a un nivel más consciente. En este lance no se vive meramente una curiosidad intelectual, aparece una sed espiritual que nos deja insatisfechos tal vez porque la mitad de nuestra alma no es de este mundo. y añora la serenidad del espíritu.

En parte es uno el que se lanza a la vida deseoso de todas las promesas que nos trae el viento desde el horizonte, las mismas corrientes de pensamientos y de vivencias que cada época arrastran, pero otra parte, es esa misma vida, que nos conforma, que dosifica las lecciones del rosario que hemos de aprender y que se transforma en la verdadera y permanente maestra.

Entre aquel impulso febril y la resitencia de los hechos se crea una fricción que hemos de resolver. Entre la candidez de los primeros pasos y las múltiples incógnitas que se irán desplegando tendrá que aparecer el maestro.

Dicen que cuando el discípulo está preparado no tarda en aparecer aquél pues el maestro verdadero es una guía interna que nos pone en situación de superar pruebas cuando lo necesitamos de veras, y encuentra a las personas adecuadas que favorezcan ese proceso de comprensión.

El discípulo en la tradición india es shishya, el que tiene necesidad de recibir enseñanza. Este periodo consiste en un espíritu de búsqueda lleno de entusiasmo y pasión, única manera de acobardar a los miedos. Ahora bien, nos preguntamos, sin una idealización del camino a recorrer ¿empezaríamos a caminar?; sin el ego adolescente que quiere poder, fuerza, reconocimiento ¿abandonaríamos nuestra guarida infantil o nuestras conquistas ostentosas?. Es posible que sin la ilusión de aquel que quiere verse a sí mismo sin mácula o del que cree que los sueños pueden realizarse algún día no nos arriesgaríamos a las incomodidades del camino.

Y es que tras la lucha encarnizada con el dragón nos espera una bella princesa o tras la espera tediosa de la eternidad tiene que aparecer el príncipe anhelado. Mensajes de los cuentos iniciáticos, verdades del encuentro con nuestra alma, con el ángel olvidado de nuestro inconsciente, pero verdades a medias, pues nunca la princesa será igual de dulce como la soñábamos o el príncipe tan impecable como hubiéramos querido.

Nuestro ego empujado por las limitaciones que siente, y persiguiendo la gloria que le falta, camina. Camina de momento sin orientación.

 

El camino

El camino es largo, lo sabemos, metáfora tal vez de los innumerables obstáculos con los que nuestra inconsciencia tropieza. Pero también el camino es una paradoja pues de hecho no existe como tal. Habríamos de recordar aquella cita del chamán Don Juan cuando le dice a Carlos Castaneda que los caminos no llevan a ningún sitio salvo, acaso, a uno mismo. Y es que el camino es un ciego laberinto que da vueltas y vueltas sobre los mismos recodos hasta que descubrimos que el camino rodeaba un centro, y ese centro no está lejos del corazón, también llamado uno mismo.

Tal vez el camino sea el espejismo del cambio y el maestro un malabarista de ilusiones para hacernos llegar a lo real de una forma consciente.

Así, el camino, aparece como un ardid de la tradición que hay que andar para llegar adonde ya estábamos. Más acertado sería decir junto a Walt Whitman «estoy con mi visión soy un vagabundo en un viaje perpétuo».

 

El encuentro

Todo maestro no es nuestro maestro, aunque deberíamos aprender de la piedra, del niño y del loco, de todo aquello que se mantiene fiel a sí mismo lejos de las máscaras. Ahora bien, cuando sentimos que alguien nos impacta de tal manera que hace de catalizador de nuestro proceso interior entonces hemos encontrado al maestro.

Es posible que haya algo que les trascienda a los dos pues formamos parte de una cadena invisible en la cual cada eslabón tira y es tirado del siguiente. También es posible que se dé un periodo de tanteo donde cada uno sienta el temple y el estusiamo en este lance del conocimiento interior. Una vez reconocido las esencias es posible empezar la enseñanza propiamente dicha.

Puede que el encuentro no sea fortuito y tenga razón Herman Hess cuando decía que todo encuentro es una cita.

 

La enseñanza

Desaprender. Empieza el largo proceso de desaprender pues sin quitarnos el viejo vestido de los formalismos sociales que sirvieron en otra época no integraremos fácilmente un nuevo vestido, otra visión de las cosas. Pues la visión del sabio es parecida a la del arcano del colgado en el Tarot que está cabeza abajo, símbolo de que ve al revés de la normalidad de las personas, que puede captar la doblez de la vida, lo que aparentemente está oculto.

Subconsciente. En este proceso de desaprender, el maestro no se enfoca solamente hacia lo consciente pues se necesita educar al subconsciente pues será el suelo fértil de la posterior realización personal.

Diferentes niveles. Habrá que sentir que la repetición es necesaria, habilidad del maestro para proponer la misma enseñanza en diferentes niveles, bajo una perspectiva nueva.

Dificultades. Por eso no es conveniente atajar de frente las dificultades sino más bien rodearlas. Aún más, utilizar el error como fuente de aprendizaje, como camino alternativo para conocerse uno mismo.

Inseguridades. Si, en este proceso, potenciáramos sólo la fuerza y el acierto, estaríamos creando un castillo en el aire de falsas seguridades. Las debilidades es lo primero que hemos de encontrar para reconocer cual es nuestra frontera con el mundo. Las inseguridades también son una fuente de riqueza que mantiene el nivel de atención sin agrandar el ego. Pues el camino interior no es, como se podría pensar al inicio, un camino de perfección, de excelencias humanas, sino un camino de aceptación donde la fuerza y la debilidad, la consciencia y la inconsciencia, en definitiva, nuestra luz y nuestra sombra son partes de un mismo proceso, de una realidad multipolar.

Rutina. Así es necesario romper con la rutina y abrirnos a un universo nuevo a cada instante. Lo que la cultura ha matado o sepultado bajo el asfalto, la mirada nueva encuentra los resquicios para una nueva vida.

De esta forma nos hacemos fuertes, no ante respuestas prefabricadas o enseñanzas fijas que nos da el maestro, sino fuertes ante lo novedoso, hábiles en la improvisación, sutiles en lo desconocido.

Acción esencial. Aprendemos a actuar cuidando los detalles pero sin obsesión, con esa cierta distancia que preserva nuestra libertad.

Diríamos que el sabio es exigente por dentro y tolerante por fuera pues no se deja atrapar por la imediatez del conflicto ya que está referido a un todo mayor del cual todos formamos parte.

Esta será la enseñanza básica del maestro, la conciencia de la acción en el mundo, la comprensión del karma, de las innumerables consecuencias que tienen nuestros actos y de la precaución al querer atesorar los resultados de aquellos.

Por eso el mayor tesoro en el camino interior es la ecuanimidad ante el éxito como ante el fracaso puesto que el camino se hace a base de muchos trompicones.

Sugestión. No es raro que el maestro utilice la sugestión mental tal como se ha representado en el Baghavad Gita entre Krishna y Arjuna, donde la encarnación de la divinidad utiliza todos sus recursos para elevar el desánimo del príncipe guerrero a la batalla.

Guerrero. El discípulo debe convertirse en un guerrero espiritual, debe sentir la vida como una lucha entre la inercia y la conciencia tal como Arjuna debe enfrentarse en la batalla a los cientos de Kauravas, símbolo de las bajas pasiones.

Sentidos. Batalla también a los sentidos, mejor dicho, a la ilusión del mundo que recrean éstos. Dominar los sentidos para captar lo que no tiene voz, lo que no desparrama brillo, lo que se mantiene a la espera de ser escuchado, reconocido. Es el poder de replegar los sentidos para permanencer concentrado, arrobado, extático.

Y es el maestro que sella estos pasos que hace el discípulo, que pone en juego las experiencias que el alumno está preparado a vivir.

 

La iniciación

La iniciación debería ser un proceso final en ese camino de aprendizaje junto al maestro. Iniciarse es como nacer de nuevo, nacer a una realidad espiritual donde el espíritu tiene más consistencia que la mano que vemos delante de nuestros ojos.

En ese segundo nacimiento el impulso de conquista, el éxito asociado al ego, la búsqueda de placer o beneficio deja paso a una actitud mediadora ante el mundo. No es que uno no tenga que luchar por la subsistencia, es que el iniciado se siente parte del todo y actúa desde unos criterios más amplios que los estríctamente egóticos. Uno renace a un nuevo cuerpo, una nueva mirada, una nueva vida llena de presencia.

Lo que anteriormente se había rechazado, ahora algo tiene que decirnos; a lo que uno estaba enganchado, ahora deja de interesarnos.

Es el momento cuando nos sentimos religados a lo más alto, conseguido ya el camino de la introspección.

Uno no huye del silencio ni de la soledad, me atrevería a decir que no asusta tanto la muerte porque se siente que hay algo en uno que está en todo y que nunca muere.

El nombre a veces cambia, como cambian los hábitos, como cambian las palabras que utilizamos para recordarnos nuestro compromiso con el nuevo despertar.

Lo evidente en toda iniciación en un hondo sentimiento de gratitud ante todo lo recibido, ante la magia del mundo, y por tanto, una gratitud que se transforma en responsabilidad, conscientes de que lo divino se está haciendo a cada instante y que uno forma parte de esta obra.

 

El maestro

En la díada maestro-discípulo, desde un punto de vista, aquél es el que menos importancia tiene por más deificado que el maestro esté. De la misma manera que entre el dios y el héroe, el protagonista de la historia es siempre el héroe o la heroína pues ponen en juego la misma esencia de la humanidad, que es lo que importa. El dios o el maestro ya están encumbrados y están al servicio de la humanidad que lucha, nada más. Por eso cada bebé en el mundo es adorado por los adultos porque representa las máximas potencialidades de una vida nueva.

Lo anterior sirve para indicar que el maestro bebe de la humildad, que es la vida la que lo pone ahí frente a la enseñanza y no solamente sus propios méritos. Tampoco es la cantidad de conocimientos lo que importa sino la capacidad de paciencia amorosa y la disponibilidad. Ni siquiera podemos valorar a un maestro por su discurso brillante, por la exégesis que hace de los libros sagrados sino por lo que desencadena a nivel consciente entre sus discípulos y por la habilidad de sacar el máximo de provecho de los recursos personales de éstos.

Pero sobre todo el maestro es el que sabe imprimir la validez de una práctica duradera en el discípulo y que ésta sea inteligente, que tenga en cuenta de dónde se parte y adónde se quiere llegar, de cuáles son las estrategias a seguir según las dificultades encontradas.

No obstante, hay que esperar que se establezca un diálogo más allá del cúmulo de técnicas y sutras sagrados, un diálogo silencioso entre el aprendiz que reconoce el conocimiento y la experiencia vivida en el maestro, y de éste que cree profundamente en las potencialidades de su discípulo.

 

La confusión del maestro

Juan de la Cruz decía que para ir a donde no se sabe, hay que ir por donde no se sabe. Es incierto el largo camino pues muchos son los que se han desviado o que se han entretenido en un brazo del laberinto. Otros se han quedado a medias pensando que una experiencia cumbre de súbita iluminación ya daba por acabado un proceso que nada más acababa de empezar. Maestros que en su confusión han creado mucha más confusión. No obstante, podemos encontrar ciertos elementos claves en esta confusión.

Las palabras. Las palabras requieren prudencia, hay que medirlas en una balanza y poner en el otro platillo nuestra alma; si el fiel de la balanza se mantiene en su centro, las palabras se deslizan como pétalos de terciopelo y dan luz como luciérnagas en nuestra oscuridad. Pero si hay desequilibrio, si las palabras no responden a nuestra realidad, se articulan como grúas oxidadas que difícilmente se digieren y bien, atontan o adormecen.

En la maestría es peligroso que la fuente de enseñanza sea sólo el discurso, la arenga, la doctrina. Porque según el sentido común, hablar tanto es no decir nada ya que cabe el riesgo de que en la suma y resta secreta que hacen las palabras el saldo sea nulo o negativo. Habría que recordar constantemente satya, la virtud de la sinceridad, y hablar sólo para mostrar lo invisible, para captar las evidencias, para dar paso al corazón, esto es, para compartir.

Si la gran mayoría de maestros han utilizado la parábola, el cuento, los koan, los sutras y los acertijos sería para despojar al conocimiento de tanta palabra innecesaria, para que lo breve y lo conciso diera paso a lo fecundo así como una ola es el anuncio de un mar inconmesurable.

Sabiduría. Otra trampa para maestros listos y discípulos bobos es creer que el maestro tiene siempre una respuesta para todo, como si no fuéramos seres en medio del misterio. Es cierto que el maestro tiene una linterna para alumbrar el camino, luz que nos puede ayudar también a nosotros, pero la oscuridad de la noche no la mitiga ni todas las estrellas juntas del cielo. También lo decía Shakespeare en boca de Hamlet, «entre el cielo y la tierra hay más cosas de las que caben en tu filosofía».

Vendedores de sueños. Con cien verdades exóticas hilvanadas en un bonito collar y otro tanto de elixires milagrosos, ya estamos preparados para los encantamientos. Es fácil vender sueños, sueños holísticos planetarios aunque en el fondo sean los de uno, pero los sueños hay que encarnarlos porque sino transitan en pesadillas. Los sueños se compran porque los que los compran están un poco desesperados, porque el mundo es duro, porque la carga es pesada, porque la realidad se muestra anodina, en definitiva, porque el amor está ausente. Pero los sueños te suben a los cielos en una pretensión buena de elevarte por encima de los propios límites y, sin previo aviso, te dejan caer poniéndote verdaderamente a prueba. Y es que, hasta para soñar hay que estar preparado de antemano. Por eso vender sueños sin alas ni paracaídas es irresponsable.

No obstante, hay una magia honesta, magia de la transformación, de hacerse a sí mismo por encima de las dificultades. La magia también de regar la semilla de los que seguimos a los maestros para romper la ilusión de lo cotidiano, abriendo ventanas a nuevos horizontes. Pero esa otra magia de la que hemos hablado, que trampea las situaciones, que vende autoridades, que firma en las esquinas de lo divino como si fueran cuadros originales. Esa magia no nos conviene.

Poder. No estaría de más recordar que ni la flauta, ni siquiera el flautista, son la música que suena. Imagen precisa de que en la enseñanza es igual. El maestro es un instrumento a través del cual pasa una vida interna que puede ser mostrada a otros.

Cuando el maestro cree que es el poseedor del conocimiento hace de aquello un tesoro y se convierte en una llave que abre o cierra a su antojo sin darse cuenta que lo que tiene en realidad es la llave de su propia celda de oro.

Es cierto que el chamán, el maestro, juegan en un mundo de poderes de otra realidad pero si no se domina al poder, éste nos coge por el cuello y nos vampiriza. Y es que el poder no es de nadie, tiene que transitar hacia la situación que lo requiera sin mediar el ego, tiene que actuar para un bien mayor y no para nuestro propio interés.

También hay que decir, desde una realidad más psicológica, que en la transferencia de poder que hace el discípulo al maestro, éste debe retomarlo con la condición de devolverlo progresivamente, hacia la total autonomía de aquél, y no, como tanto se ha hecho, como servilismo que mantiene una jerarquía, un poder, unos privilegios.

Modelo. En la vida como en la enseñanza, un buen caminante no deja huella. El peligro que incurre el maestro al colocarse como modelo es que va a hacer una clonación de su persona y a conseguir un séquito de papagayos que repiten las mismas verdades. No hay más modelo que el propio, el de cada alumno o discípulo, ese que está plegadito en el inconsciente, aquello por lo cual nuestra vida puede tener una misión genuína. Pues no se trata de limitar las posibilidades a una sola sino la de enriquecernos con la diferencia. De ahí la escucha necesaria del maestro, la tolerancia con la verdad del otro, la comprensión de los mecanismos de cada uno. Y es que para enseñar deberíamos aprender a aprender, a sabernos poner en la piel del otro con toda la curiosidad del mundo por muchas vueltas que hayamos dado a éste.

 

La confusión del discípulo

Es la otra cara de la misma moneda. El maestro es el espejismo que nuestra inconsciencia crea. Buscamos en él o ella lo que nos gustaría ser y que nuestro temor bloquea. Por eso buscamos y mantenemos al guru tramposo que satisface nuestra idealidad antes que al maestro verdadero que nos pone frente a nuestras realidades más duras.

Cuando un maestro nos enseña a tomar partido de la inseguridad, del miedo y de la ignorancia es que nos ha enseñado algo esencial. Si en vez de esto, aquel nos muestra con una mano nuestra impotencia mientras con la otra nos señala la luna, es que nos hemos atado a una noria cual limitado asno.

Por eso, hay que estar muy atentos, porque hay maestros tan invisibles que se acercan, y recrean una situación donde hay contenida una importante lección, para marchar sin ser vistos.

Y es que cuando somos capaces de pensar libremente y de tomar las decisiones vitales de nuestra vida, el verdadero maestro se convierte en lo que de verdad ha sido siempre, un amigo.

Julián Peragón




Cuento_08: Melic ante la joya

 

Melic como cada mañana se despertaba hecho un ovillo, enroscado sobre sí mismo y envuelto en una maraña de sueños persecutorios y grandilocuentes, alucinaciones de la tierna infancia que la vida no supo despejar en su momento. Se despertaba sobresaltado, con la cara descompuesta por las batallas feroces que suelen mantener los hidalgos quijotescos con sus respectivos gigantes de viento. Enseguida se desperezaba haciendo crujir todo el espinazo, proferiendo gruñidos selváticos en cada bostezo y golpeándose al pronunciar incansablemente un yo, yo, yo como primer saludo mágico ante el mundo.

Melic, como cualquier ombligo, tenía un rictus de autosuficiencia y un cierto aire de engreído que parecía mirarte siempre por encima del hombro, –y así era efectivamente. Cuando acechaba la sospecha, se levantaba sobre su pedestal de mármol y con el ceño fruncido, oteaba todos sus dominios. Al norte, las colinas siamesas, donde la estrella Polar marca el buen sentido de las cosas; al sur, el valle oscuro y frondoso, donde los téntaculos del placer vuelven grávidos los deseos de los hombres; al este, el lugar donde se disuelven las tinieblas de la noche, donde el Sol y la Luna aparecen enormes pues la mañana tiene ese caríz ingenuo donde todo, hasta las sombras, tienen una pretensión sin límites, esperanzas todavía sin mácula. Momentos donde cualquier humano con ombligo se fantasea a sí mismo henchido de poder y vanagloria. Muy al contrario que al oeste, donde el horizonte tiene la vocación de engullir la luz y anunciar la larga noche. Lugar donde cada ser sólo puede desplegar su ocaso como un tapíz de ocres, amarillentos y rojizos, y dejar en el aire la estela de su arte y su sabiduría.

Melic envuelto en ínfulas reflexionaba acerca del amplio horizonte pero su mirada fisgoneaba como un inspector de hacienda, como un señorito de cortijo y manzanilla, como cualquier dictador de mostacho engominado. Y se congratulaba del orden perfecto de su orbe. Era evidente que todo –el mismo Universo– giraba a su alrededor en una órbita esférica y concéntrica. Tan centrípeto era su universo que parecía un laberinto sin salida alguna, un mundo de ecos y reverberaciones de su propia imagen. Por eso cuando Melic gritaba con voz engolada Yo, se oía, incluso días después, un yo-mi-me-conmigo entremezclado, una cacofonía egótica e insufrible. De la misma manera, cuando se engalardonaba con alguna máscara los días que estaba ocioso al jugar al escondite consigo mismo, era boicoteado por un juego de reflejos donde se veía al derecho y al revés multiplicado at infinitum. ¡Un desastre!.

En realidad, Melic era un gran ojo que todo lo husmea, un cerebro volcánico que computa y computa, una serpiente de hielo que congela a todos con su contacto. Profundamente convencido de su propia naturaleza pues su experiencia de ombligo le decía que cualquier brizna de polvo, gota de lluvia o tesoro perdido que deambulara por su territorio, tarde o temprano terminaba en el fondo de su espiral, en las cuevas secretas donde todo se acumula aunque el tiempo y la inmovilidad –ya se sabe–, corrompe el agua vírgen, pone amarillo los pergaminos y rancios los manjares.

Su filosofía cartesiana era simple, pienso y pienso luego existo, y soy lo que soy porque yo me hago a mí mismo. Con eso bastaba aunque no llegaba a la evidencia de que el ojo que todo lo ve no se ve a sí mismo, y así no se percataba de su propia sombra excéntrica. Ésta se manifestaba como un fantasma, cuestionador, usurpador y traicionero. Y la mayor parte del día, cuando no controlaba o jugaba al escondite, se dedicaba a perseguirla con tanta afición y gusto que se olvidaba de cuestiones importantes. Cuando no, tenía accesos de pánico y persecución, la mayoría de las veces irreales. En su soliloquio blasfemaba acerca de ella o bien le proyectaba todos sus demonios obsesivamente, dardos envenenados que los hombres –siempre con ombligo– solemos lanzar sobre el otro cuando la verdad sobre nosotros mismos puede quedar al desnudo.

Melic señalaba aquí y allá compulsivamente donde apareciese la visión fantasmática pues –tú eres la culpable, –le decía–. Tú usurpas mis sueños de poder, haces que tiemble mi mano y caiga el cetro que sostiene. Tú haces que mi pedestal se vuelva de barro que toda lluvia con el tiempo disuelve.

Y la sombra reía y reía, pues reina del acecho y señora de la simulación en verdad era ella quien jugaba al escondite. Y se ocultaba en el fondo del mismo ombligo, allí donde nadie en su sano juicio hubiera mirado.

La sombra de los mil rostros, esa sombra temible habita en las entrañas y es la matriz de la vida, la tierra fecunda donde todos hundimos nuestras raíces.En esa sombra inconsciente que se mantiene bajo la línea de flotación se gestan las más brillantes ideas que después salen a flote en un genial eureka; en ella se citan las almas secretamente, encuentros que después razonablemente llamamos casualidad; y en ella reside también la fuerza que a muchos hace llegar a la cumbre y a otros ganar las batallas más difíciles. Sombra en forma de ángel o de diosa, de diablillo o de espejismo tentador. Sombra que se cuela en un lapsus con voz cavernosa o que aparece en un sueño clarividente.

¿Y Melic?. alienado de sí mismo, prepotente y rígido, se obstinaba en vivir en un mundo sin sombras, sin ruido, sin diferencias y sin errores. Con la distancia de las estrellas calculadas, con los imprevistos informatizados y las superficies bien pulidas, un espejismo puro, fiel a sí mismo. Loco desatino como el insensato que quiere ordenar las hojas caídas del bosque, o el niño que quiere vaciar el océano de agua.

Sin saber descifrar el lenguaje secreto de las sombras, los sonidos del silencio, las formas inefables de las nubes y las olas, Melic había perdido el olfato para poder encontrar las claves del camino y es perdonable que se atrincherara en su guarida, en los recovecos tiernos y húmedos de melocotón de su ombligo. Sólo que a veces, un día tonto y aburrido, ocurre. Que uno encuentre rosas en el desierto y el arco iris te haga ir más allá de tu propio horizonte hasta comprender la insignificancia de uno mismo ante el Universo. Y no es raro descubrir –dicen–, oráculos en las piedras o escarabajos dorados de la buena suerte que incitan a seguir adelante y desgarrar velos de ignorancias y tirar abajo torres de Babel. Porque cuando la Sombra se pone guapa y uno deja de jugar al escondite se produce un encuentro. Un encuentro esperado desde todos los tiempos cuando los ombligos y las montañas siamesas y los valles frondosos nadaban fusionados en un líquido indiferenciado de ecos dulces y luz tenue. Encuentro donde la sombra pudiera demostrar que no era una bestia ni una esfinge monstruosa mal ensamblada sino una sombra profundamente enamorada de la luz mágica. Y en su angustia la Sombra buscaba un Melic, héroe o heroína, que la rescatara, que supiera abrazar lo misterioso y cabalgar por encima de la muerte, atravesar todos los meleficios y conseguir la joya.

Melic como en cualquier cuento consiguió la joya –por supuesto–, y la Sombra se vistió de gala, pero lo importante no es eso. No sólo dejar de ser un títere con pretensiones de poder y metamorfosearse en un volcán con el canal abierto, sino descubrir el secreto de la Sombra y el lugar de la joya, símbolos inequívocos de lo que es el Amor, o la posibilidad de todo cambio, que en el fondo son lo mismo.

Julián Peragón

 

 




En el ecuador de nuestras vidas

 

Cada semilla contiene potencialmente miles y miles de frutos, sólo unos cientos tendrán las condiciones suficientes para madurar y quizá alguno de ellos logre el objetivo último, reproducirse. Algo parecido pasa con nuestra vida, cada nacimiento promete infinidad de posibles caminos, transitaremos algunos pocos, y es posible que uno de ellos dé sus frutos.

El grado madurez de una fruta depende, entre otros factores, de la salud de las raíces, de la luminosidad, de la lluvia, de la fertilidad de la tierra. Esa madurez es un resultado de condiciones previas. El agricultor así lo sabe. Sin embargo en nuestras vidas no aplicamos los mismos principios, nos llega la hora de la madurez en la vida y nos damos cuenta que estamos todavía verdes, sentimos entonces que habíamos descuidado nuestra alma, que no habíamos dado tiempo a su crecimiento. Fascinados por una eterna juventud hipervalorada nos habíamos olvidado que tarde o temprano había que madurar. Nos habíamos olvidado de preguntarnos el para qué de esa juventud, de construir un sentido para nuestra vida.

Los primeros navegantes que atravesaron el ecuador descubrieron un hemisferio diferente, un cielo estrellado nuevo, otras constelaciones. Cuando nosotros atravesamos el ecuador de nuestras vidas sentimos que se invierten las tendencias vitales, que el norte ahora es el sur, que los dramas se atemperan, que lo que vimos siempre como dificultades pueden ser vistas como buenas ayudas. Es posible que la temida soledad se convierta en una aliada.

En ese ecuador que inagura nuestra madurez nos sobreviene una certidumbre. ¿Acaso todo lo vivido no ha sido meramente un prólogo?. Ha habido una etapa para crecer, para construirse como individuos, para conocer el mundo, sus tentaciones y sus peligros. Hemos saltado de la familia, al colegio, a la pareja, al club buscando desesperadamente una identidad, puliendo varias personalidades, reafirmando poderes, perfeccionando estrategias. Por fin teníamos nuestro mundo en el mundo, nuestra casa en la ciudad, nuestro dinero en el banco, nuestro trabajo en la realidad que construye el ser humano, nuestros hijos dentro de nuestro mundo, y así sucesivamente.

En esta larga etapa hemos demostrado a papá que éramos fuertes, a mamá que podíamos ser independientes, a nuestra pareja que somos potentes, en definitiva, al mundo que somos importantes. Arquetípicamente nos hemos subido a nuestro carro majestuoso tirado por muchos caballos. Nos hemos investido de ricos ropajes y envuelto en ínfulas de grandeza. Pero cuando nos han preguntado adónde vamos, nos hemos quedado en el vacío. Tantos caballos y tanta parafernalia sólo cumplían una función de seguridad, de ostentación ante una carencia interna. Otra cosa hubiera sido utilizar el impresionante carro para descubrir nuevos mundos.

Si en esta etapa es donde el ego se afirma, en la siguiente la madurez nos invita a ir hacia dentro al descubrimiento de otro yo, de ese yo mismo. Tal vez porque el mundo ha perdido glamour y ya no nos fascina tanto. Posiblemente porque hemos comprendido que ilusión tras ilusión en la otra cara del deseo había la dura frustración. Así el mundo se aquieta para nosotros, pierde velocidad, deja de prometer, y ese otro mundo interno se hace de un espacio para aparecer sereno y profundo.

La fruta sigue siendo una buena metáfora. La fruta verde y la madura tienen ambas el mismo tamaño, así como el adolescente y el adulto. La diferencia está en el interior. La fruta verde no es todavía comestible, necesita tiempo, necesita calor. La fruta madura está en su punto justo, está plena, dulce. La inmadurez reclama, necesita, exige, mientras que la madurez, ofrece, espera, escucha.

La comprensión que se establece en la madurez es que eso que somos, eso tan preciado que hemos alimentado tanto tiempo, ese yo, no es para nosotros sino para los demás. Y comprender esto puede ser dramático. Podríamos decir que el don que nos ha dado la vida no es para nuestro solaz personal, de la misma manera que nuestra belleza la disfrutan otros, y nuestra inteligencia es para el mejor funcionamiento de todo. Es en este punto donde comprendemos que lo que creíamos firmemente anclado en nuestra realidad no tiene sustancia, es decir, no somos algo, somos una función. En tanto que somos para el mundo, somos. No podemos ser artistas sino hay una obra que es valorada y que cultiva las sensibilidades de otros.

Después de mirarnos en tantos y tantos espejos nos damos cuenta que nosotros somos un espejo para los otros. Nuestra función es la de reflejar esa infinitésima parte de lo humano. Puesto en otras palabras, el Yo se sueña perfecto, de cantos definidos, con principios originales e independiente, en cambio el Ser se descubre anidado a otros seres, interdependiente con lo que nos rodea, sin fronteras. En este proceso de maduración transitamos de la importancia personal a la importancia de los procesos. Dejamos las anteojeras para ataviarnos con una lupa y unos prismáticos, donde cada detalle tiene una profundidad y cada situación un horizonte amplio.

Entendiendo que la madurez es ese ecuador donde descubrimos al alma y no nos asusta visitarla, donde uno ha puesto al mundo en su lugar y ha podido dialogar con lo que es diferente, y entender al otro, y aceptar otras verdades, y no pedirle peras al olmo, tenemos que seguir preguntándonos hacia dónde.

Si la juventud es la estructura y la madurez es el contenido, ¿qué habrá más allá de ella?. Si en una primera etapa descubrimos al mundo, y en una segunda descubrimos al alma, nos daremos cuenta que esta alma es la antesala del espíritu. Pero dejemos ahora el espíritu en paz. Seamos conscientes de que la vida tiene unas etapas y que no podemos saltarnos los pasos previos. No podemos saltar de nuestro ego al espíritu sin transitar por nuestras entrañas, sin descubrir nuestras sombras, nuestros pecados, nuestras verdaderas motivaciones. Volviendo a la metáfora, no podemos alimentar a la semilla que cae a tierra con la fruta verde.

Recordemos el mito de Ícaro. Su padre, Dédalo, el constructor del laberinto donde está encerrado el Minotauro, ingenia una manera de salir de él donde ha sido también encerrado por castigo del rey Minos. La mente ingeniosa de Dédalo elabora un plan, con las plumas caídas de los pájaros y la cera de las abejas construirán sendas alas y volarán lejos. Dédalo prudente le avisa a su hijo de que no vuele demasiado bajo pues la humedad del mar empapará las alas y no podrá seguir volando, pero tampoco debe volar muy alto pues el calor del sol derretirá la cera y se desharán las alas. Ïcaro asiente, pero una vez fuera del laberinto, cuando sintió la libertad y el poder de volar quiso volar demasiado alto y lógicamente sucumbió y se precipitó en el fondo del mar. El mito nos avisa de la prepotencia del ego pues las alas no son reales sino postizas. Cuando nuestro ser todavía no ha gestado alas para sobrevolar otras dimensiones es temerario hacerlo sólo con la inocencia de nuestra imaginación, con la arrogancia de nuestras fuerzas.

El mundo de Ícaro es el mundo de los que buscan la perfección queriendo alcanzar al sol. La prudencia y la madurez consisten en aceptar que el sol no se puede alcanzar, que la perfección no es de este mundo, que tarde o temprano el mundo nos derrota pero que, en ese trasiego de vida, de tanto caer y levantarse, de tanta esperanza perdida, hay realmente belleza y dignidad.

Si la madurez es un feliz desprendimiento, tal vez vale la pena recordar que sólo la fruta madura cae del árbol.

Julián Peragón

 




¡Cosas!

 

Existe la idea generalizada de que las cosas son eso, simplemente cosas, objetos inanimados que se compran y se poseen en aras de una cierta practicidad y que, después de habernos rodeado un tiempo prudencial, se pierden, se arrinconan, se estropean o se echan a la basura. Lo cierto es que estamos rodeados de cientos y cientos de cosas, y cada una de ellas tiene de uno a mil mecanismos –más cerca de mil que de uno–. Hasta tal punto que cada una de ellas tiene una factura desglosada y una garantía, y cada mecanismo una o varias precauciones a tener en cuenta. Si hacemos las cuentas y si juntamos toda la literatura de folleto comprenderemos lo complicado que es el tema; el bonsai hay que regarlo poco y cortarle las raíces con unas tijeras especiales y en su día, el canal plus hay que descodificarlo, el sistema operativo del ordenador tiene que estar de acuerdo con su configuración y con la memoria ram y los periféricos. Y a esto hay que añadirle la ley de Murphy que dice que si algo puede ir mal, lo hará. El agua de la lavadora se saldrá, la olla a presión no enroscará bien o el elevalunas eléctrico se quedará a la mitad. Cosas, cosas, cosas que se vuelven imprescindible pero que simultáneamente queremos perder de vista.

Hemos ganado mucho desde que nuestros antepasados los póngidos utilizaban palos para excarvar raíces, esponjas para absorver el agua de las grietas y piedras para romper los frutos duros. Nosotros lo hemos sofisticado todo, de tal manera que tenemos aparatos para calentar el gel de ducha, ionizadores que mantienen el aire respirable, hornos de ondas que calientan el café con leche en un santiamén y muchos mandos a distancia para no levantarnos del sofá tapizado de piel, por citar sólo algunos.

El mercado y su esbirro que es la publicidad están encargadas de ponernos al día. Nuestro ser ideal que aparece entre brumas, en parajes paradisiacos, con sonrisa enigmática y torso desnudo, consume. Nuestra vocación es la de gastar y gastar aunque para ello tengamos que producir el doble de lo que disfrutamos pero es que las cosas son tan bellas y tan necesarias que ¿quién se imagina la vida sin un black triniton, la tostadora automática, el aire acondicionado del coche?. Pues siempre hay una voz que nos dice «no seas modesto y permítete X», «la gente que sabe apreciar lo bueno tiene Y», o «que no te le den con queso y cómprate Z».

Con todo, eslogan a eslogan hemos aprendido a cosificar el mundo. Un mundo donde nuestra aureola personal reside en las docientas válvulas de potencia, en el mármol rosa de la escalera, en la cubertería de diseño o en el vestido de moda. Nuestra alma ya no sabe del lenguaje de los pájaros o de la voz del silencio, ahora entiene del rumrum de la máquinas, los pitidos de alarma, la combinación de colores de la temporada. Entre nosotros y el mundo se ha interpuesto un cinturón de asteroides, objetos todos ellos que reclaman insistentemente nuestra atención y que se mueven , dan la hora, recojen mensajes, escupen café y se encienden y apagan periódicamente. Son como las campanitas de sonidos de los niños que nos distraen del tedio de la vida, o como los algodones de colores que suavizan las heridas del paso de los años.

Afortunadamente hay un rincón en nuestro espíritu que permanece vírgen. Un lugar insondable que no entiende como mil toneladas pueden sobrevolar por encima de las montañas, que un mensaje pueda atravesar a la velocidad de la luz los océanos y que unos hombres con escafandra puedan hollar con su pie la diosa blanca de la noche. Esta simplicidad innata es la que se pone de manifiesto cuando le damos golpes al televisor o le lanzamos improperios al ordenador o al coche, muestras también de que creemos que las cosas tienen una alma, cuadrada o redonda, en forma de microchip o de pila; un alma que tampoco quiere sentirse sola y se obstina en tener personalidad.

Este rincón del espíritu está más vivo en los seres simples que todavía quedan en algunas selvas que creen perder el alma en cada fotografía y que creen endemoniarse al oír su propia voz en un magnetofón. Su relación con el mundo es mágica pues saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer, y si sueña con la vida, nace y da nacimiento. Un mundo donde lo importante no sea la lógica de las cosas sino la impronta humana que le da sentido. Y en este sentido es importante reconocer las resistencias que todos tenemos a lo complejo, a cosificar la vida, a permitir que el alma desaparezca de todo cuanto nos rodea porque en el fondo –y a pesar de todo el sistema que nos rodea– no podemos vivir pendientes de un simple botón. ¡Qué cosas!.

Julián Peragón




Miedo

 

 

Recuerdo que en la universidad nos enseñaban a analizar sociedades simples cazadoras recolectoras, grupos de 80 ó 100 individuos en su medio selvático. Medida ideal para poder ver con mayor claridad la imbricación de las estrategias de supervivencia con la magia, los lazos de parentesco, la adoración a los antepasados, los rituales propiciatorios, etc; todo, creíamos ver entonces, era una amalgama indisociable, cada grupo era una efervescencia única e irrepetible, una articulación de lo humano con lo natural y con lo social extraordinaria en su pervivencia durante el tiempo. Aunque ahora sean culturas sin tiempo, con rumbo a ninguna parte.

Aquella «regla» para medir culturas tradicionales se nos ha quedado infinitamente pequeña hoy en día donde las fronteras externas entre países y continentes se han disuelto, donde las redes de comunicación son casi instantáneas y la economía se ha globalizado. Sin embargo, a las puertas del milenio, cuando la democracia y los derechos humanos han llenado muchos libros y han firmado en muchas declaraciones oficiales, nos encontramos que la realidad se parece a una caseta de feria donde lo milagroso convive con lo espectacular y la mejor tecnología está en manos del nomadismo y del gran pillaje de todos los tiempos. Cerca del tercer milenio coexisten como en un espejismo del tiempo la aceleración de las altas partículas atómicas con la mafia, la biotecnología con el fanatismo religioso y las incursiones espaciales a otros planetas con la guerra de guerrillas intestina en el tercer mundo.

Lo decía no hace mucho Jean Ziegler, sociólogo y diputado suizo, que «no hay diferencia entre el capitalismo monopolista y la Mafia». Lo dice un suizo que habla de la hipocresía de la banca suiza que aceptó el oro nazi, que no le importa que un dictador como Mobuti o Marcos expolie a su pueblo y abra cuentas archimillonarias en la tranquila Suiza. No importa las penurias de Centroamérica, el dinero blanqueado de los narcos es mucho más importante. Son los mismos banqueros que aconsejan lavar el dinero negro a través de algún paraíso fiscal, abriendo una sociedad en Caimán, cambiando los dólares a yenes y de yenes a marcos, y cuando la colada ya está suficientemente blanca, el país más seguro del mundo lo acogerá sin problemas de conciencia.

El negocio es el negocio, y no importa que el cartel de Cali o el cartel de la droga de Tijuana en México tengan métodos de extorsión brutales, porque el poder y el enriquecimiento no tiene más ideología que su crecimiento. Así, otras mafias como la renovada mafia neoyorkina han abierto nuevas líneas de negocio fraudulento en seguros médicos, con tarjetas de crédito y hasta la manipulación de valores en Bolsa. Los grandes empresarios de hoy en día son la Cosa Nostra, La Yakuza japonesa, las Tríadas chinas, las Mafiyas rusas, los traficantes turcos, los carteres colombianos, la mafia norteamericana, pues el volumen de recaudación a través de la droga, la prostitución, sea infantil o adulta, el tráfico de armas sobre todo en la antigua URSS, el contrabando de inmigrantes ilegales, la venta de órganos humanos, etc, etc, es tan enorme que éste crimen organizado compra políticos, acalla conciencias, silencia bancos, elimina competencias limpiamente, sin burocracia, con los mejores pistoleros adiestrados en el ejército, los mejores abogados y economista educados en las prestigiosas universidades.

Nosotros, apoltronados en nuestro sillón, respirando en uno de los países donde tenemos una mayor calidad de vida, a pesar de todo, no nos damos cuenta que este «barco» va a la deriva. La caja tonta de la televisión nos entretiene del tedio dando una sensación de normalidad falsa, los telediarios, ininteligibles, son borbotones de sucesos escupidos en el mismo tono que nacen de la nada y desaparecen sin dejar apenas un rastro de lástima o incredulidad pues no se cuentan las raíces del suceso ni las consecuencias más globales. Más pareciera una arenga moderna que nos adoctrinara que a grandes males del mundo más vale que conservemos el estado precario de las cosas, los intereses creados, sin mover un dedo.

Sabemos de refilón que el trabajo infantil es generalizado, que 250 millones de niños y niñas hacen trabajos de adultos con mayor rapidez, cobrando mucho menos o en régimen casi esclavista, sin seguros, sin reivindicaciones. Niños que se han saltado su infancia, el juego, la inocencia y que cuando sean adultos serán como la fruta verde que cogida a destiempo pierde su aroma y su sabor. Niñas que en centroáfrica están ligadas como esclavas sexuales a los sacerdotes tribales, niñas en todo el mundo musulmán que sufren el salvaje rito de la ablación, niñas también en el sureste asiático que satisfacen la voracidad del turismo sexual que viene en impecables aviones desde el primer mundo. Niños que en sudámerica hacen de sicarios matando por pocos dólares a cualquiera, o que viven desarraigados entre el pillaje y los escombros. Niños, no tan lejos, de mofletes sonrosados que en la propia familia sienten los abusos sexuales de los adultos, o la tortura psicológica más tremenda y que no saben como expresar su horror más que con la patología o la culpa.

Algo grave debe estar pasando cuando en el centro del imperio, en el estado de Luisiana se ha aprobado una ley para hacer imposible el divorcio. Cuando las estadísticas dicen que uno de cada tres matrimonios se divorcian, la gran sabiduría del ser humano va y establece un matrimonio blindado como si eliminando el síntoma, las parejas fueran a seguir viviendo felices. Imperio americano que el 51 % de sus habitantes (sondeo de la empresa Luntz Reserch) no cree en la evolución de las especies y en cambio el 53% si cree que los extraterrestres han visitado la tierra en los últimos 100 años. Que el 77 % cree en el infierno y el 86 % en el cielo, que hay vida después de la muerte (75%) y que la tierra se creó en 7 días (60%). Datos significativos para creer por un lado que la manipulación ideológica es totalmente efectiva, y por otro, que la educación ha fracasado en hacer individuos con una capacidad de pensar y decidir.

El otro día encontré en el metro un anónimo que sentenciaba que si no eres parte de la solución, eres parte del problema. Y esto es el mayor drama, que no estamos cultivados para entender que los males del mundo también son, en mayor o menor medida, problemas nuestros, problemas con nuestros instintos, con nuestra conciencia, con nuestra intolerancia.

La bomba de la explosión demográfica, el peligro nuclear, la crisis ecológica, las hambrunas, las epidemias, el terrorismo de estado o revolucionario, el crimen organizado, las corrupciones políticas, la explotación laboral, la extrema pobreza y un largo etcétera son más fáciles de erradicar que aquello más invisible, que se oculta detrás de pseudoverdades y que es la ignorancia.

Detrás de todos los fanatismos religiosos (véase los más de 100.000 muertes y torturas en Argelia), de toda la intolerancia, xenofobia y racismo que va en auge en nuestros países, de la violencia silenciada que sufren mujeres y niños en todo el mundo. Detrás de la pasividad ante la injusticia sea laboral o social se esconde el monstruo del miedo. Miedo al cambio, miedo al otro, miedo a la diferencia, miedo a la muerte, a la soledad, a la nada, a la penuria, hasta miedo a uno mismo y a nuestra felicidad. Miedo a un nuevo amanecer que se anuncia en las primeras luces del alba.

Julián Peragón

 

 

 




Cuento_28: Juego de dioses

 

En el principio de los principios cuando el Verbo aún no era carne y la palabra sagrada Om no había sido pronunciada existían, no uno, sino dos dioses, dos omnipresentes y omnipotentes dioses. Dos dioses tan iguales que parecían ser uno sólo, hechos de la la misma materia, ( ¡perdón!, del mismo espíritu), partícipes de la misma consciencia, sabedores de lo mismo, llenando la totalidad por igual, con idéntica grandeza como dos aires pretendiendo abarcar un mismo espacio.

Si se miraban a los ojos en realidad se estaban viendo a sí mismos, si, por contra, se daban la espalda, la paradoja de la infinitud los ponía nuevamente frente a frente. Cuando uno le hablaba al otro, a éste le resonaba dentro, tan dentro que no sabía quién había sido el orador. Así flotaban en una eternidad sin límites gozando de un espíritu perfectamente fiel a sí mismo y, como consecuencia, al otro. No había por entonces nada. Y es posible que estuvieran aburridos de tanta Nada, o que estuvieran cansados de la otredad que en el fondo era mismedad, o que su coeficiente de entropía llegara a un límite peligroso. No lo sabemos. Lo cierto es que inventaron un juego, un juego de dioses el cual todavía se está jugando.

Uno de los dos empezó caprichosamente el juego y dijo Tiempo, al tiempo que saboreaba la nueva dimensión. Y además quiso fraccionarlo para que el juego creativo tuviera fases y procesos, desarrollo y evolución. Eso, Evolución para mitigar la redonda eternidad inefable, y quedó medianamente satisfecho. El otro dios separó las manos y produjo el Espacio, espacio limitado para alejarse de la esterilidad de la infinitud, espacio donde puedan suceder las cosas, los eventos, las futuras realidades. Y el dios se sintió sublime en su primer pase creativo.

Orgullosos de su invento, los dos dioses dividieron el espacio que era infinito en derecha e izquierda y se reconfortaron con sus dos mitades que todavía seguían siendo idénticas e infinitas. También señalaron arriba y abajo, delante, detrás, los puntos cardinales y mil abstracciones más. Apenas había empezado el juego.

Como el tiempo creado era eterno, el primer dios dijo Pasado y el otro, en una hábil jugada para desmarcarse, dijo Futuro, dándose cuenta enseguida que ambos eran igualmente eternos con el inconveniente de que lo pasado en la gran rueda eterna retornaba (aunque camuflado) insistentemente, y lo futuro se convertía imparablemente en pasado. Y es que el juego tenía sus laberintos, y sus controversias que ni ellos mismos podían adivinar. Fue el primer momento en el que ambos cayeron en la trampa del Presente donde Pasado y Futuro se funden en el Instante, y cada momento se vuelve centro de la eternidad.

Tras una gran pausa de desorientación, el dios diestro que tenía la potestad del Arriba cambió el juego y dijo Cielo, y como el otro permaneció inalterado, lo quiso adornar de truenos, nubes blancas y pájaros. El otro dios entendió la estrategia de la jugada y entonces susurró Tierra, y para no ser menos, dijo montañas, ríos y árboles. Pero enseguida se dieron cuenta que las nubes formaban ríos, y los pájaros anidaban en los árboles. Árboles nacidos como oraciones que hace la Tierra al Cielo.

Ya enzarzados en el sorprendente juego, el primer dios quiso deslumbrar a su homólogo y dijo Día. Desparramó luz solar que se filtraba a través de las nubes y hacía cantar a los pájaros. Por contra, el dios siniestro pensó en la Noche y abrió un terciopelo negro de estrellas y lunas. Uno dijo Alba, y el otro Crepúsculo. Aquel Lluvia y Arcoiris y éste Rocio y Frescor de la Mañana sin darse cuenta que éstos eran fenómenos una misma agua.

Como quiera que viera el dios infinito que la lluvia era fecundante de la tierra que la hacía germinar, se enfadó con su alteridad y dijo solemnemente Muerte. Y los ríos se secaron, y los árboles se pudrieron, y el sol se eclipsó, pero con el tiempo la madera se hizo tierra y las nieves se deshicieron, la luz volvió a renacer. El otro dios no tuvo más remedio que reconocer la Vida, y dijo también Tallo, Hoja, Capullo, Flor y Semilla. Entonces vino el Invierno y los fríos pero el otro dios jugó con la Primavera y los calores.

El juego estaba muy empatado.Uno se jactaba de la omnipotencia del espíritu, el otro de la fecundidad de la materia.

Fue entonces cuando un brazo del laberinto del juego los llevó a los dos al mismo Ser, Y lo miraron desde arriba y desde abajo, desde fuera y desde dentro, y mientras uno vio un Cuerpo amasado de carne, sangre y vísceras, el otro vio un Alma habitada de esencias y aliento. Uno sintió al Ser en su necesaria gravedad cuando el otro vio su inherente levedad.

La nueva situación le llevó a uno a decir Hombre, o tal vez fue el otro que sumido en el misterio dijo primeramente Mujer. En el fragor del juego se intercambiaron la Fuerza y la Sensibilidad, la Acción y la Escucha, la Destreza y la Ternura salpicando a ambas criaturas con desigualdades virtudes. Uno quiso obsesivamente toda la Razón para sí, mientras el otro pretendía cándidamente todo el Sentimiento.

Los dos dioses idénticos no se ponían de acuerdo. Quisieron dar a sus criaturas los máximos poderes para que la balanza del juego se decantara a su favor, y a uno se le otorgó la habilidad en las técnicas de caza y su juego fue de conquista, cuando no de muerte. La otra supo instintivamente el arte de la siembra, de la cosecha, y concibió en su interior germen, latido. Esperanza de vida.

Pero la arrogancia de los dioses quiso que los enfrentaran al Hombre y a la Mujer como reflejos de sus sueños, como piezas de su lucha eterna, como anzuelos de su anhelo de diferenciación.

Y los mostraron frente a frente, desnudos, vulnerables. Uno de los dioses dijo intrascendentemente Pene, señalando la pequeña diferencia que colgaba entre las piernas y hubo sorprendentemente erección. El otro señaló los pliegues que se metían dentro del cuerpo y dijo Vagina y se produjeron humedades y sofocos. Desconcertados los dioses ante esas reacciones desconocidas frenaron el temible contacto con Distancia e Indiferencia pero éstas se convirtieron en Curiosidad e Intriga. Cuanto más control ponían más Fuego interno y más Deseo. Se vivieron el halago y la seducción, la galantería y la conquista. Cayeron en la Tentación.

Aquel cuerpo y éste aliento, esa piel y aquella alma. A los dos se les escapó el Beso. Cuatro esponjosidades lamiendose. El beso fusionó el Tiempo, el abrazo conjugó el Espacio, el coito disolvió Dentro y Fuera. Sus cuerpos giraron Arriba y Abajo.

Los ríos se volvieron silenciosos, los bosques durmieron a los pájaros, la aurora se vistió de gala. Hubo pasión y arrebato, promesas, y hechizos.

Simultáneamente Hombre y Mujer también jugaron y nombraron Caricia, Posesión, Éxtasis todavía arrobados por el encuentro. Uno dijo placer doloroso, el otro dolor placentero. Uno dijo Siempre, el otro Ahora. Uno Conquista, el otro Encuentro. También nombraron Risa y Llanto. Si, no, tal vez, cuándo, más, adónde, por qué…

¿No será el Amor un juego imperfecto de dioses que nunca quisieron ser idénticos?.

Julián Peragón

 

 




La iluminación de los símbolos

 

Podríamos empezar nuestro discurso por dibujar un punto, un simple punto sin espacio ni dimensiones, y convertirlo en un símbolo que represente la Unidad. Si a continuación dibujamos una línea horizontal seguramente nos recordará el horizonte, la tierra sobre la cual vivimos. Un trazo vertical nos llevará a una elevación sobre aquel horizonte conectándonos con el cielo, esto es, con lo divino.

Ahora hagamos un círculo y notaremos con nuestra capacidad de simbolizar que no tiene principio ni fin como la eternidad, como el universo infinito; veremos que todos sus puntos están equidistantes del centro como un gran ojo divino, perfecto en su totalidad. Pongamos ahora aquel primer punto en el centro del círculo y sentiremos, tal vez, el ojo vigilante de Dios, el centro del universo.

Juguemos un poco más. Retomemos los trazos horizontal y vertical y hagamos una cruz para combinar la tierra con el cielo, la energía con la consciencia, el ser humano con lo divino. Démos un movimiento a esta cruz en sentido retrógrado o de avance y tendremos la esvástica con sus aspas representando la fuerza dinámica de la vida, los cuatros puntos cardinales. Podría representar también las diferentes etapas de la vida, o la rueda solar con sus rayos, o bien el dios supremo.

Este mismo símbolo de la esvástica lo utilizaban en Harappa, valle del Indo, 2000 años antes de nuestra era. Lo utilizaron los hititas, se encuentra en mosaicos hispanorromanos, en catacumbas cristianas, entre los etruscos, celtas y germanos, en la América precolombina, y un largo etcétera, y como todos sabemos también lo utilizó Hitler. Esto nos muestra la ambigüedad del símbolo y su pluralidad de significados.

 

¿Simbolizan los símbolos?

Digamos que los símbolos no simbolizan nada, aunque esto tendría que matizarlo pues creo que hay un trasfondo universal en ellos. Hemos visto que un mismo símbolo puede representar cosas muy diferentes y aún contrapuestas para diferentes culturas y personas. Por tanto la interpretación de un símbolo varía dependiendo de su contexto.

Los amantes de los museos etnográficos o religiosos se darán cuenta enseguida de que los tótems, las máscaras, los objetos de culto ordenados y etiquetados han perdido su «fuerza», aparecen como carcasas vacías desplazadas en su tiempo y cultura sin la vida simbólica que en su momento tuvieron. Por eso de nada nos sirve tener delante un objeto simbólico si no sabemos a qué representación conceptual, a qué visión del mundo pertenece.

En el simbolismo podríamos aplicar aquello de que no es lo mismo el dedo que señala la luna que la luna misma. No podemos caer en esa confusión. Y es que un símbolo no tiene valor por sí mismo sino por lo que ilumina, por el tránsito que permite de un nivel de la realidad a otro. Es más bien nuestra necesidad de simbolizar la que crea un mundo lleno de significados que se ligan a estos o aquellos objetos convirtiéndolos en símbolos.

 

Cara y cruz del símbolo

Ahora bien, cada objeto simbólico tiene una cara y también una cruz. Hagamos un viaje en el tiempo a la prehistoria, delante de un monolito en forma de pene erecto de 3 ó 4 metros de altura, por ejemplo, como los que se encuentran en Córcega. ¿Qué representaba para aquellos nativos?, ¿el poder masculino que fecunda la tierra?, ¿adoración a la sexualidad?. No lo sabemos bien, pero todo símbolo ilumina algo necesario para el grupo o la persona, dejando tras de sí una «sombra» que es la propia ideología o cosmovisión que sostiene aquel o aquellos soportes simbólicos. Los símbolos que utilizamos encajan bien dentro del dispositivo simbólico que utilizamos.

La economía del símbolo

Aclarado esto tendríamos que preguntarnos acerca de este dispositivo simbólico. ¿Por qué y para qué nos empeñamos en simbolizar el mundo?. Sabemos que la mente profunda funciona simbólicamente y que esta función forma parte de nuestra estructura de aprendizaje. No podría ser de otro modo, el símbolo es el resultado final de un proceso de conocimiento. Tiene que ver con la economía que necesita nuestra mente para recordar las informaciones que le son necesarias.

Es en esta economía donde entra de lleno el símbolo pues funciona como un segundo modo de acceso a la memoria cuando la parte consciente y volitiva no llega. El símbolo forma parte de un lenguaje inconsciente virtual pues su contenido está, por así decir, plegado como si no ocupara espacio. LLega a los rincones de la memoria por su capacidad evocativa, como lo haría un perfume que, sin darnos cuenta, nos hace regresar a la infancia o a una situación determinada ya «olvidada».

Hemos de decir, de paso, que la memoria no es un saco sin fondo donde todo lo vivido está colocado en estanterias cronológicas y sedimentadas. Es un elemento activo de nuestra mente que implica un proceso complicado de selección de la información recibida y su tratamiento para volverla significativa. Con nuestra mente simbólica somos capaces de organizar nuestras representaciones mentales y sobre todo, asociar aquellos elementos que están dispersos. Y es que el símbolo no es como el concepto que dice esto es esto y aquello aquello. El símbolo hace un continuum, como el ejemplo explicado, entre el pene, el monolito, la sensación de energía vital, la transmisión entre la tierra donde está clavado y el cielo al cual apunta y la idea de que todo en el universo es un coito entre fuerzas complementarias. El concepto y la palabra tienden a la concreción, a la discriminación, mientras el símbolo evoca la globalidad, tiende puentes invisibles entre esto y aquello, entre una realidad y otra, tal vez para que el mundo sea vivible además de comprensible.

Identidad secreta

También nos dicen los sueños que nuestra forma profunda de pensar se realiza en imágenes; imágenes que guardan entre sí una identidad secreta que más tarde podemos desvelar. Los sueños, los símbolos, en última instancia todo expresa algo, algo que puede ser significativo para nosotros. Pero muchas veces no sabemos exactamente qué nos traen aquel sueño o este símbolo. Y de eso trata el simbolismo, de navegar con una luz por esos entramados de significados.

Aunque no nos importe el simbolismo no por ello vamos a dejar de simbolizar. Los publicistas que lo saben hacen sus spots publicitarios no en base a la enumeración de las ventajas de tal o cual producto, sino a la asociación de éstos con elementos simbólicos que sugieren triunfo, libertad, placer, etc, etc. Por tanto creemos que un conocimiento acerca de cómo funciona nuestra mente y sus prototipos simbólicos nos haría, tal vez, más libres, menos manipulados. Pero esto es otra historia.

Camino de conocimiento

Teniendo en cuenta la gran fuerza simbólica de nuestra mente inconsciente, ¿podríamos utilizarla como fuente de conocimiento, como herramienta de crecimiento personal?. Los antiguos sabios nos han legado un sinfín de herramientas simbólicas como las astrologías, el tarot, el árbol de la vida, etc, que si bien, la divulgación las ha llevado a veces a un descrédito, en su estudio profundo encontramos claves muy poderosas de conocimiento.

Tarot

Desde algunas lecturas de este libro de imágenes, el ser humano ha venido a este mundo a volverse consciente de sí mismo, tiene su alma exiliada y debe finalmente enfrentarse con el destino que él mismo creó en su desatino ante la vida. En sus 22 arcanos mayores están representadas las etapas de nuestro camino de realización. Se trata de un libro de sabiduría donde cada imagen tiene un mensaje cifrado que comunicarnos. Tal vez la ambigüedad de los arcanos sea inteligente pues se dirige no tanto a la conciencia ordinaria de ideas diáfanas como a un despertar más profundo, con senderos laberínticos donde será preciso meditar y reflexionar largo y tendido sobre las motivaciones inconscientes que nos habitan.

Astrologías

Si el Tarot nos habla de las etapas del camino, las astrologías, orientales u occidentales, nos muestran nuestras potencialidades. Cada nacimiento es un momento único en el tiempo, cada mapa natal representa el instante irrepetible del cielo que nos vio nacer. Con cada uno de nosotros se inagura de nuevo la humanidad, cada uno con su luz y su sombra. Pero las astrologías desde una dimensión más profunda no encorsetan a la persona en lo que es, sino que abren los horizontes a lo que podemos llegar a ser, escudriñando los caminos posibles.

Mitologías

En otro plano, la mitología y sus relatos son un buen marco proyectivo para encontrar cuáles son nuestras batallas internas, esas batallas arquetípicas donde sentimos cómo se relacionan nuestra mente y nuestro corazón, para ver en qué trampas del amor caemos.

 

Resolución de problemas

En general, muchos esquemas simbólicos lo que se proponen es poner orden a un mundo interno caótico o fragmentado. A la vez nos hacen de espejo para ver con menos fantasías nuestras realidades. También son portadores de conocimiento, un conocimiento que parte de un darse cuenta y que nos lleva a una mayor consciencia.

Al final terminan por ser un marco de resolución de problemas pues éstos, cuando se insertan en un contexto más amplio de interpretación, encuentran una salida, si no fácil, sí esperanzadora.

Como el mundo, el alma también está llena de senderos y bifurcaciones. Entonces agradecemos un mapa, algunas señales. Tantas veces el espíritu se nos muestra en su especial lenguaje, con sus citas inesperadas, sus coincidencias paradójicas, sus reveses del destino. Y tantas veces nos quedamos perplejos, como analfabetos ante una profunda poesía, en la nada.

Julián Peragón

 

 




T’ai Chi Ch’uan: Entrevista con Tew Bunnag

ROSER: ¿Cómo defines el Tai-chi teniendo en cuenta que hay muchas escuelas y muchas líneas de trabajo en estos momentos?

TEW: Sí que hay muchas escuelas y muchos estilos, estamos inundados por Tai Chi y Qi Gong, es un poco como una moda. Tai Chi es algo muy sencillo, es un lenguaje universal que nació en China. Es un lenguaje de movimientos arquetípicos dentro del cual hay movimientos que expresan la emoción que nos permite vivir, por ejemplo, esas energías que llamamos yin y yang que son nada más que círculo y línea, recibir y dar. Saber esto es un punto clave para integrar nuestro cuerpo en las situaciones de la vida con el lenguaje del Tai Chi. Cuando hacemos, recibimos y transmitimos energía quizás podemos vivir con más plenitud porque estamos viviendo cada situación con el cuerpo como base. El problema en el mundo, sobre todo en sociedades donde se ha desarrollado mucho lo intelectual es que hemos perdido el cuerpo. Sobre todo en culturas donde el cuerpo representa algo sucio, algo escondido, algo alienado y lejos de nosotros mismos. Donde el espacio por debajo del cuerpo asusta, representa el pecado. El Tai chi sirve para recuperar la conexión con tu cuerpo y a mí me parece que es esencial, si vamos a vivir sin violencia, con cariño, mirar el cuerpo de otra manera; integrar la sensibilidad, el cuerpo en nuestra búsqueda de la bondad, por ejemplo. Creer en la bondad, en la paz, en salvar el planeta son buenas ideas, pero sin vivir con nuestro cuerpo, sin que nuestro cuerpo sepa cómo es anidar sobre la tierra, cómo es sentir las vibraciones que le rodean, la bondad y la paz quedan como meras ideas. Si pudiéramos integrar nuestro cuerpo en nuestro yo viviríamos más completamente, ya que el cuerpo es también la vida.

Para el mí el Tai Chi es el medio, no es la meta. El peligro es que en el supermercado de lo alternativo está deviniendo algo que se compra, una posesión donde uno trabaja con tal y tal maestro y conoce esta y aquella forma diferente. Esto me parece ridículo.

 

El Tai Chi tiene que ser algo sencillo, no una complicación para tener más y más que aprender. Todos estamos hartos desde el colegio de tener que aprender tantas tonterías, lo hermoso de este lenguaje del Tai chi es que nos permite deshacer y desaprender. Cosas como la violencia, la rabia, la impaciencia, las angustias que están en el cuerpo, cosas que no hemos podido afrontar con suficiente honestidad. Si no enfrentamos estas cualidades negativas en el cuerpo quedamos viviendo como una vida separada. Por un lado creemos en la bondad, queremos vivir bien pero, por otro, el cuerpo no nos lo permite, porque el cuerpo es el paciente. El cuerpo está rabioso, está bloqueado, ya no sabe como respirar. Se trata de volver a sensibilizarlo para volver a respirar, de recuperar el cariño en el cuerpo.

Julián: Hay mucha gente que se extraña de que el Taichi tenga una base marcial ya que consideran que la vía espiritual tiene que estar lejos de cualquier tipo de violencia.

TEW: Aparte del significado habitual de la palabra marcial, para mí entraña realmente vivir como guerrero. Y creo que en un momento dado si queremos vivir bien, con cariño en nuestra vida, tenemos que afrontar la violencia en nosotros mismos. Hay muchas maneras de hacerlo, con terapia, por ejemplo. El arte marcial es un camino de enfrentar el patrón de miedo y violencia que tenemos casi todos. Cuando evitamos esto, cuando no queremos tratar con este patrón, vemos que no desaparece con ideas y queda de una manera subliminal dentro de nosotros. Por eso vemos históricamente en nuestras culturas cómo hombres y mujeres que creen en una religión y en dogmas muy altos son capaces de matar por su dios, por una idea. Y eso es una contradicción que me choca. A veces en una misma religión se da la hostilidad entre sus diferentes sectas.

Es que la violencia está dentro. En cambio, si estamos dentro de un arte marcial de verdad, como cuando trabajamos este aspecto en nuestros encuentros, vamos enfrentando esas pasiones fuertes en una situación más o menos segura, sin riesgo. Nos ofrece una situación donde podemos investigar los patrones de violencia que tenemos dentro. Muchas líneas de Tai Chi no entran en este nivel marcial pero nosotros creemos que es fundamental. No luchamos para ser buenos luchadores, ni para ganar al otro, sino para entender lo que está dentro de nosotros sin hacer daño. Utilizando el lenguaje del Tai Chi con habilidad empezamos a entender nuestro patrón de agresividad y miedo y se puede deshacer. Por eso no hay contradicción entre arte marcial y camino espiritual. El uno es una buena base para desarrollar el otro. Con este entrenamiento tú puedes darte cuenta dónde están tus miedos y bloqueos, cuándo proyectas en el otro el poder, de qué tienes miedo en cualquier situación, etc.

Julián: Siguiendo con la pregunta, ¿cómo ves el hacer combate en Tai chi para las mujeres, a las que culturalmente se les ha negado su expresión de fuerza y defensa?, ¿puede ser una alternativa?.

TEW: Puede ser una alternativa revolucionaria. He visto muchos cambios en mujeres que vienen a los cursos. Mujeres que tienen miedo, atrapadas en su imagen de mujer, que no pueden hacer esto o aquello, que no pueden expresarse. Sin embargo he visto a mujeres dar patadas como elefantes, con la alegría de poder expresarse libremente sin inhibiciones. Aunque el lenguaje marcial es disciplinado, sutilmente te permite expresar cosas que quizás desde niño no has expresado. Veo la lucha no como competición sino como juego. Hemos perdido el juego de caer, dar patadas y golpes con humor. Y este aspecto de juego es muy importante, volver a jugar con nuestro cuerpo. Integrar el cuerpo, celebrar que tenemos un cuerpo, simplemente el hecho de mover los brazos conscientemente. Esto nos permite vivir de una forma más ligada a la naturaleza, no como idea sino como energía.

ROSER: ¿Qué relación podemos encontrar entre el Tai chi y la psicoterapia ya que hablas de patrones que hemos de cambiar, y también el trabajo con las emociones?.

TEW: Es terapia oriental de alguna manera, sin análisis pero yendo directamente al cuerpo. El Tai Chi, que mucha gente asocia con movimientos suaves, requiere nuestro trabajo para llegar a la suavidad auténtica, a movimientos verdaderamente silenciosos, que no esconden ruidos, que no reprimen tensiones, y eso se ve en muchas personas. Se trata de deshacer el ruido, las tensiones y, en ese sentido, es muy parecido a la Gestalt. Has de mirar tu cuerpo y tu presencia desde todos los ángulos, desde el interior de ti mismo. Nuestro cuerpo es nuestra historia en las posturas, en la manera de hacer cosas. Cuando entramos en la vida interior del cuerpo vamos a encontrar los daños que hemos recibido, los traumas que hemos sufrido. Pero a diferencia de las terapias occidentales, nosotros no intentamos analizar. Entender el por qué no nos interesa mucho. Lo que más nos interesa en este nivel terapéutico es cómo transformar cada momento y mantener tu conciencia. Éste es el punto clave, esto es saber lo que pasa dentro de ti, y esto es lo que transforma.

Julián: En esta transformación la disciplina es muy importante, ¿cómo entiendes tú la disciplina espiritual?.

TEW: No como alguien conformándose a otro o a reglas impuestas desde afuera. Entiendo la disciplina como el aprender quién soy. Debe nacer de la curiosidad de nosotros mismos. No es algo que se pueda imponer desde fuera. La disciplina que se propone desde fuera no tiene para mí mucho interés. Porque a veces ésta sirve para complacer a una figura de padre que está ahí.

Creo que en ciertos momentos de la vida, tal vez debido al sufrimiento, uno se pregunta quién soy. No es una pregunta de alta filosofía pues los niños se preguntan también quién soy, quién eres tú. Es muy inocente, muy primal. Pero cuando nace esta pregunta encontramos que no hay apoyo, que nadie sabe, o si sabe es a través de una vieja contestación que no tiene vibración. Creo que en varios caminos espirituales Yoga, Tai Chi, etc, hay la posibilidad de continuar con esta curiosidad. Pero para continuar requerimos algo claro y definido y esto es la disciplina. Si quieres seguir por este camino puedes encontrarte a veces en situaciones de desafío. Por ejemplo una posición inmóvil justamente para saber cómo es de parar de correr. Si no te pones en esta disciplina de sentarte en un cojín, no vas a saber realmente, sólo intelectualmente qué es pararte. La meditación también nace de la curiosidad de saber qué es el silencio, qué sucede cuando paro de hacer cosas, qué pasa con mi respiración, en mi cuerpo, en mi mente, qué pasa en mi corazón. No es «tengo que hacer la meditación para ir, por ejemplo, al ‘cielo’ o algo así». Y esta curiosidad es algo que intento transmitir a mis alumnos. La disciplina externa es algo que se rechaza pero simultáneamente uno quiere conformarse a ella para complacer a alguien. En general, la mayoría la rechazamos porque nos recuerda la escuela. Por eso tenemos que cambiar todo y buscar la disciplina que viene de nosotros, de dentro. No tendremos contradicciones, nuestra práctica la sentimos vibrante, es un gozo porque no la sentimos como trabajo, desde la voluntad. En cambio la sentimos como la alegría, no adulando al ego pero gozando de la vida, de la magia, de la poesía.

ROSER: ¿Qué papel tiene el sufrimiento entonces?

TEW: Yo me he criado dentro del budismo, de sus enseñanzas. La base es que la vida es sufrimiento. Esta capa de realidad en donde nos encontramos se llama duhka. Es la primera verdad noble: aceptar que hay sufrimiento, que tenemos un cuerpo, que vamos a envejecer y a morir –y no es pesimismo, es nuestro punto de referencia para saber de dónde partimos y adónde llegamos–. Sabemos que estamos en este nivel de sufrimiento. Por eso celebramos los momentos de ternura y de cariño, de hermosura, amistad y amor como momentos sagrados. Otra consecuencia de todo esto es que, ya que estamos en duhka, no hay por qué sufrir más. No hay por qué apegarse a cosas que nos hacen sufrir. Hemos de cortar el sufrimiento que no es necesario.

Julián: A veces hay una idea fija al realizar la forma precisa del Tai Chi. Si embargo, tú nos has enseñado que si no hay escucha interna, en realidad no hay verdadera forma. El taoísmo es el arte de los cambios donde debemos adaptarnos a nuestro momento. ¿Cómo ves tú esta escucha interna dentro de la forma del Tai Chi?.

TEW: Es la parte más difícil. Cómo desarrollar la cualidad de tu conciencia para captar los momentos de cambio. Aceptamos que toda la vida es cambio, en un flujo permanente. No hay nada fijo, parece fijo pero ni siquiera las ideas o las cosas lo son. Es la verdad de las estaciones, hay muerte, renacimiento. Lo que hay es una ilusión de permanencia.

Lo que intentamos es armonizarnos en el flujo. Hay yin y hay yang, hay noche y día, sombra y luz, tierra y cielo, masculino y femenino. Aunque obvio intelectualmente, vivirlo es otra cosa. Hay momentos de cambio en cada situación, en cada movimiento. Eso es lo que el Tai Chi nos enseña. Dentro de la forma que hacemos en Tai Chi, por ejemplo, cuando un gesto o movimiento ya está lleno, si vamos un poco más allá ya es demasiado, hemos desbordado algo, nos hemos alejado de nuestro centro; pero un poco antes, todavía no está lleno. Es como la música donde buscamos la buena nota, con la ley de armonía.

Cuando entendemos estos momentos de cambio del lleno al vacío, del yang al yin entonces estamos en la forma. Y esto lo podemos llevar a diferentes situaciones en la vida, en el intercambio con otros si hemos aprendido a escuchar, a recibir, a dar. Entonces tenemos más capacidad de dar espacio a alguien cuando está expresando algo que requiere nuestra atención, nuestra receptividad. Para salir de aquella rutina en la que uno habla y el otro no escucha. Las guerras se hacen así. Es importante recibir cuando es el momento de recibir y dar en su momento.

Entrevista realizada por Roser Blanco y Julián Peragón

 

Tew Bunnag nació en Bangkok en 1947. Ha practicado boxeo thailandés, boxeo occidental, karate y tae kwon do además de t’ai chi. Desde finales de los años 70 ha enseñado y formado profesores de T’ai chi ch’uan en USA, Reino Unido, Francia, España, Suiza y Grecia.

 

 




Felicidad

 

Los socialistas utópicos creían a principios del XIX que el progreso eliminaría todas las miserias humanas, que las máquinas trabajarían para todos y que la ciencia sería la panacea para la triste humanidad. No obstante, para que por fin se cumplan sus sueños, han tenido que pasar casi dos siglos de explotaciones, guerras, genocidios y desigualdades de todo tipo.

En este sueño que se está cumpliendo a pasos agigantados, las sandías no tendrán pepitas que incordien, las rosas vendrán sin espinas y las lechugas serán envueltas en celofán estéril. Será todo más fácil en el mundo exterior. Comprarás bonos del estado desde el terminal de casa, desde tu sillón favorito hojearás libros en las bibliotecas más lejanas, ligarás con rusas o australianos, verás 800 canales de televisión. Con un sólo mando a distancia harás, además, la compra de casa. Así de fácil.

En el mundo interno también habrá milagros. Los calvos dejarán de serlo gracias a una hormona contra la alopecia, los deprimidos tomarán una variante del Prozac. Los desmemorizados afinarán su memoria con el Finestaride, aunque no sabemos si la certera memoria sabrá mejor que el cándido olvido. Con el Xenical, píldora que promete vencer los problemas de obesidad podremos seguir comiendo hasta la saciedad bollos y hamburguesas sin darle al colesterol el gusto de implantarse en la tripa. Con el Viagra podremos seguir siendo ejecutivos incluso en las faenas del sexo, la impotencia será una pesadilla del pasado. Así, la hombría se cotizará bien alta y por fin haremos el amor como en las películas.

Con Seroxat, la nueva píldora contra la timidez ya experimentada con éxito en Reino Unido, seremos los amos del mundo. Podremos platicar en cualquier esquina con cualquier transeúnte que nos plazca. En toda plaza habrán conferenciantes y disertadores a granel, y en los pubs y discotecas seremos todos amigos. No tendremos más vergüenza; no nos sentiremos apesadumbrados ni sentiremos congoja. Los niveles de seratonina en el cerebro nos producirán una sensación grata de euforia. A lo mejor con los efectos secundarios de dicha píldora dejaremos de criticar al vecino y veremos la parte buena de la vida. La gente se contará sus secretos que en definitiva son como los de todos y como los de siempre, bobadas.

La felicidad será una realidad aunque venga encapsulada y con marca, y la eternidad la próxima píldora a inventar. Se descubrirán las virtudes de la ingravidez y los paseos en el espacio se podrán de moda a precios de friolera. La química de reacciones rápidas del imperio farmacéutico se convertirá en la moderna alquimia. Por fin el plomo se transformará en oro.

No obstante, a la sombra de la utopía nadie se ocupará de la completa erradicación del tifus y la malaria. Los que no tengan créditos bancarios no se podrán hibernar. A los marginados del mundo se les prohibirá soñar. No habrá píldora contra la pobreza pues la maquinaria gigantesca sentenciará su imposibilidad. Las sagradas fórmulas de beneficios no funcionarán con la globalización del bienestar. Así que tendremos también pastillas contra el dolor y la injusticia del mundo.

Y seremos felices.

Julián Peragón

 

 

 




Pasiones, ni más ni menos

 

Nuestra primera relación con el mundo es instintiva. Toda nuestra necesidad puesta en la poderosa musculatura de succión ante la teta nutricia. Casi enseguida, cuando la visión se aclara y aparecen los otros cercanos nuestro instinto se malea en afectos. Con la sonrisa temprana o con el llanto irritante pareciera que tratásemos de influir en el mundo, reteniendo lo segurizante o alejando lo peligroso. En la medida que la interacción con el mundo es inevitable y que nos afecta más allá de lo controlable, nuestros afectos pudieran ser recursos innatos para mantener nuestro equilibrio interno.

Lo curioso del mundo afectivo es que no conocemos su tránsito por nuestra interioridad, estos afectos aparecen sin mediar nuestra lógica ni aún menos nuestra voluntad. A veces los sentimos como fuerzas angelicales o demoníacas que nos invaden, nos ahogan, nos arrastran, nos trastocan o nos elevan como si fuéramos meros soportes de un juego de dioses, de un entramado arquetípico que desconocemos o de un laberinto emocional demasiado complejo.

El entramado sentimental

La misma terminología de los afectos es ambigua. No son lo mismo los deseos que nacen de una necesidad vital o de una fuerte atracción que los sentimientos que son afectos más elaborados por la riqueza de nuestra ideosincrasia y por el tamiz del entorno cultural. Si las emociones son sentimientos breves y evidentes físicamente, las pasiones, en cambio, son huracanes de sentimientos que centrifugan nuestra vida. Realmente nuestro cuerpo emocional es un meandro de aguas, unas más turbulentas que otras, que pretenden llegar al ancho mar del sentir.

Sin embargo, uno puede tener un buen día aunque su clima emocional permanezca deprimido y tener un racimo de manías y fobias en buena convivencia con su sentido común. Sinfonías de afectos a los que estamos obligados a escuchar pasivamente a menos que nos volvamos conscientes de nuestras propias motivaciones inconscientes.

Lo que es evidente es que los sentimientos y las emociones nos indican cómo nos están afectando las cosas. Si me regalan algo me pongo contento, si lo pierdo, triste. Y esta alegría o tristeza son de tal intensidad que enseguida reacciono en agradecimiento, o en temor.

Diríamos que las emociones básicas ponen vaselina a nuestra acción en el mundo. Sabemos que algo nos da placer o nos causa dolor, nos aburre o nos divierte, nos seduce o nos frustra gracias a nuestro cuerpo emocional. Así contactamos con nuestra intimidad a través de las reacciones emocionales. Nos sentimos vivos, humanos, pues los sentimientos forman parte de ese «ruido» que hacemos al compartir o comunicarnos.

Aparentemente deberíamos actuar en consecuencia. Un niño llora la ausencia de su madre, una mujer celebra el alumbramiento de su hijo, estallamos de alegría ante la buena suerte. Pero los sentimientos son armas de doble filo; en un lado, la incipiente reacción emocional nos dice cómo nos está afectando esa situación que vivimos; por otro, nuestros temores, censuran aquellas manifestaciones si no son adecuadas. Aprendemos a trampear emociones para no mostrar nuestra vulnerabilidad o nuestras verdaderas intenciones. Desde aquí los sentimientos se convierten en una batería de estrategias.

 

Estrategias de supervivencia

Las estrategias forman parte del bagaje humano desde que salimos del paraíso, pues sentimos que con alzar el brazo no tenemos la fruta jugosa y que con pedir amor no aparece necesariamente la persona amada. Algo hay que hacer, nos dice nuestro ser más necesitado, camuflarse o llamar la atención, actuar a los ojos de los demás o imponer nuestros deseos. Tantas veces lanzamos nuestros mensajes emocionales a los cuatro vientos para conseguir algo de lo necesitado.

El gran problema sobreviene no sólo con la mentira hacia el otro, sino con el autoengaño. Cuando la estrategia va por encima de nuestra realidad, cuando los mecanismos de defensa que en un momento fueron necesarios se han enquistados, o tal vez, cuando nos duele aceptar la realidad o sentir la verdad, entonces nos hemos liado en una madeja de estrategias sin sentido.

Y es que nos encontramos ante un muro casi insalvable, la inconsciencia de la inconsciencia, algo así como un espejismo alienado de lo que somos o una mentira con centenares de raíces que sostienen nuestro inestable equilibrio o nuestra idea de supervivencia. Lo más triste es ver que no nos damos cuenta de nuestros engaños.

 

Seres paradójicos

Es verdad que no sabemos lo que sea el ser humano pero sentimos que paralelo a la dimensión lúcida y numinosa que llamamos sapiens, aparece la otra cara en la sombra cercana a la genialidad pero también a la locura, que llamamos demens. No nos queda otra que aprender a convivir, tal vez transformar, esa otra parte que nos conflictúa.

Tal vez tengamos la marca de la escisión desde nuestro nacimiento y cuando nuestro cuerpo va en una dirección, nuestra cabeza se enfoca en otra bien diferente. A veces queremos la felicidad a través del sufrimiento como si el dolor fuera el pago inevitable para ser reconocidos y amados; otras, convenimos en vivir la vida a través de los libros o de las ficciones filmadas; y otras, queremos cambiar el mundo cuando lo que necesitamos es cambiar nuestra visión sobre él. Estamos plagados de paradojas insolubles y de absurdos como el de olvidarse de sí mismo para no enfrentarse con los propios problemas; o el de volverse un producto excitante y apetecible para rescatar las migajas de aquello que pensamos que es el amor.

 

Más allá del carácter

Cuando damos un primer paso en la oscuridad hacia ese Ser que somos y que anhelamos tantas veces no vemos nada aunque lo tengamos delante de nuestras narices pues el que busca es el ego con sus fantasías, sueños e idealizaciones. El ego sólo se reconoce en sus ínfulas de poder y es por eso que el ser interior silencioso pasa desapercibido. El yo interior no es todopoderoso ni tiene la respuesta precisa en el preciso instante; se muestra escurridizo e inefable porque sus oídos están a la escucha en la certidumble de que formamos parte de una unidad con el cosmos.

La parte neurótica de nuestra personalidad o de nuestro carácter se empeña en que la vida tenga grandes dosis de seguridad, de placer, éxito, deseo y reconocimiento. Pero a la vuelta de la esquina nos vemos abocados a vivir la otra cara de la realidad donde también hay inseguridad, dolor, fracaso y vacío. Todo esto sin la confianza en que detrás del error hay otras puertas alternativas que se abren a nuestra acción, y que tras la soledad uno encuentra una relación más atemperada con la vida. No nos damos cuenta que la enfermedad aguda es una fantástica crisis depurativa y que la conciencia de la finitud y de la muerte son las mejores aliadas para cuestionar las dependencias que nos hemos impuesto.

 

Los tres pecados principales

En esta falta de luz, de conciencia de nuestra inconsciencia, la tradición, en especial el Eneagrama, nos hecha una mano y nos explica los mecanismos básicos de huida de la realidad, de la ansiedad ante la carencia amorosa y de la inseguridad ante la incertidumbre del mundo.

Tal vez por eso podríamos encontrar tres formas básicas de desviación antre el Ser que somos: querer ser más de lo que somos, ser menos y no querer ser.

 

Ser más

Es posible que la avidez de ser sea una reacción temprana a no sentirse visto y reconocido en lo profundo. Elogiado en las formas, reconocido en la excelente ejecución de las tareas y aplaudido en las conquistas sociales, uno puede confundir el interior con el exterior y sentirse reconocido sólo en las máscaras que representa.

También encontramos un ego inflado que dejando atrás sus carencias se ha convertido en un semidios donde la humildad es un mero cuento para débiles de espíritu.

Ser menos

Pero también pecamos por ser menos de lo que realmente somos. Uno se vuelve pequeño y más pequeño hasta quedar aplastado entre su interioridad inmensamente desconocida y el mundo inmensamente terrorífico. La tremenda angustia de vivir apenas se puede mitigar sumergido entre consignas y justificaciones, desde la crítica o la represión.

Hay otros que en vez de empequeñecerse se vuelven invisibles. Sintiendo que el mundo es una broma de mal gusto y el amor una mentira adolescente se dedican a contar estrellas y a ordenar saberes enciclopédicos.

 

No ser

Por último pecamos por no querer ser. Si uno encuentra la fácil solución de comerse los problemas para dormir bien, la de crear una piel bien gruesa para no enterarse o la de meter la cabeza bajo el suelo como hacen las avestruces para olvidar las evidencias entonces comprenderemos esa apatía psicológica que dificulta mirar hacia dentro y reflexionar acerca de lo que estamos viviendo.

Otros en este dilema de no enterarse prefieren darse un tajo en el cuello y embalsamar el cuerpo para que los biorritmos de las emociones no interfieran con las grandes razones. Pero también encontramos los que haciendo la misma mutilación, le dan una patada a la cabeza para alejarse del mínimo sentido de respeto por los otros y por la vida y tener el campo libre para conseguir lo que les da la real gana.

Círculo vicioso

Ahora bien, los pecados, como bien sabemos, se retroalimentan. La misma acidia que nos dificulta encontrar lo esencial en nosotros (no-ser) nos priva de una base sólida desde la que enfrentar el mundo, lo que nos lleva a la duda (ser-menos). Las dudas y el miedo pueblan de fantasmas nuestro mundo interno y nos sentimos más seguros actuando desde roles prestados y artificiales (ser-más), que a su vez, al actuar con una falsa personalidad nos alejan de aquella capacidad natural de mirar hacia dentro.

Pero siempre nos queda una alternativa, la de invertir el proceso neurótico y recuperar nuestro centro, que precisamente no está más arriba ni más abajo, sino en su centro, con su esencia, en su medida, con su propio ritmo.

Sanar las emociones pasa, en primer lugar, por reconocerlas, por desenmascarar las triquiñuelas del ego. En segundo, por volverse meditativo en el vivir para que la inercia no nos pueda, y encontrar, por fin, la virtud que todo pecado tiene comprimida.

Julián Peragón