Obstáculos en la meditación: Negatividad

Obstáculos y retos:

Negatividad

Las heridas duelen, y hasta que no están cicatrizadas supuran, pican y molestan. Hay muchos tipos de heridas, pero las más aparatosas son las que hacen mella en nuestra valía personal, en nuestra imagen y autoestima. De niños, todos hemos inflado más de la cuenta un globo que al más mínimo roce explotó en bellos colores. Entonces, no fue fácil consolarnos por la pérdida. Ya de adultos, casi todos, hemos caído en un pecado básico: aparentar ser más de lo que somos. Nos hemos inflado más de la cuenta y hemos tropezado con los seres y… hasta con los enseres. Queremos ser los mejores amigos, los mejores amantes, los mejores en el trabajo y los más simpáticos en la fiesta. Prometemos lo imposible y ofrecemos nuestra disponibilidad absoluta para mediar en crisis, ayudar en mudanzas, aliviar duelos y ser exquisitamente hospitalarios. Mucho de noble hay en esta actitud, pero también mucho gato por liebre y mucho agotamiento.

No terminamos de aceptar nuestra carencia y preferimos dar una imagen de abundancia; no nos gusta la inseguridad y adoptamos un discurso de endiablada coherencia; y no nos gusta sentir la vulnerabilidad del amor y nos acorazamos en la no dependencia.

En realidad, para amar de verdad hay que desinflarse un poco, hay que hacer hueco al otro, darle un rinconcito en nuestro interior y escucharle sin juicio previo. Amar a otro es regar sus semillas aunque nosotros no vayamos a saborear sus frutos, es apoyarlo incondicionalmente aunque eso signifique perderlo de vista y hasta amar en silencio si las realidades de ambos chocan o se precipitan en la nada. No son palabras bonitas, amar desgarra, ahoga, cuestiona y duele, aunque también, no lo olvidemos, eleva, ilumina y consuela.

Nuestro yo inflado no está preparado para amar, pero como buen actor interpreta ficciones amorosas; el problema es que pasada la función se cae la máscara y la comedia se vuelve trágica… Despertarnos ante alguien que apenas conocemos, habiendo perdido el deseo y sin quererle realmente, puede ser dramático.

La historia se repite: cambian los escenarios, los actores, los papeles… pero el fondo siempre es el mismo: confundimos amor con enamoramiento, intimidad con cercanía, aceptación con complicidad. El ego no quiere vérselas con un otro real: quiere una prolongación de su deseo, un soporte de su idealidad, un eco de sus opiniones y una sincronía perfecta a su ritmo. Y a esto le llama romanticismo. Pero hay un problema: que tarde o temprano el otro no se dejará cosificar, ningunear y no querrá vivir en una jaula de oro o de hojalata. Querrá ser amado, aunque en su neurosis compita con el mismo juego de poder y de contrapoder.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la meditación? Las heridas difícilmente se cierran; por eso, cuando enfocamos el centro del pecho en la meditación, nos sentimos apesadumbrados. Notamos una losa que no nos deja respirar y que congela nuestra alegría; sentimos, a pesar de nuestra buena disposición, una negatividad que nos mantiene encerrados en ese laberinto complejo que es nuestro mundo afectivo. ¿Qué podemos hacer?

Volviendo a la imagen anterior, las heridas deben tratarse para que no se infecten. Hay que quitar el apósito viejo, poner antiséptico y vendar adecuadamente. No sería descabellado hacer lo mismo con nuestras heridas narcisistas: ir a un buen terapeuta para revisar y poner orden, para pasar página y aceptar las pérdidas, y para terminar de hacer los duelos.

La negatividad, la furibunda pero también la larvada, contamina nuestra meditación. Una pequeña imagen o un antiguo recuerdo pueden disparar nuestra más rancia culpa o airear nuestra más sádica fantasía de venganza.

El antídoto ya lo conocemos: el perdón. Perdonar a otro es lo mejor que podemos hacer por nosotros mismos, para no agriarnos el humor y para no hacernos mala sangre. A pesar de las buenas razones que tiene el ego para odiar, el alma susurra que basta con no personalizar las ofensas. A menudo, el daño que nos infringen, o el que infringimos, no está estrictamente destinado a nosotros. El que hiere, a menudo arremete a diestra y siniestra, sin ton ni son, y el golpe llega a nosotros porque nos tiene delante, porque está frustrado y porque, evidentemente, no sabe cómo expresar su amor. Basta con no acoger los regalos ofensivos que nos ofrecen.

Al meditar, conectamos con una justicia que no es de aquí. Al respirar cada herida, sabemos que la conciencia, la nuestra y la del otro, hace las veces de juez y de terapeuta, de consejero y de sanador. Abrirnos a la conciencia amorosa permite que el niño herido, quejoso y a veces vengativo, transite hacia la compasión. Duele pero sana.

Julián Peragón

Meditación Síntesis

Editorial Acanto




Obstáculos en la meditación: Dispersión

Obstáculos y retos:

Dispersión

Decíamos que la respiración ha sido uno de los grandes soportes que ha tenido la tradición en la meditación, y que ésta ha sido, por su especial flexibilidad, una puerta fabulosa de interiorización. Ahora bien, el ego no acepta plegarse a algo tan aburrido y mecánico como es la respiración; no le encuentra la frescura, la sensibilidad ni el alma. Así, uno de los principales obstáculos que vamos a encontrar en esta etapa es la dispersión.

Saltar de estímulo a estímulo, como de flor en flor, es agradable, casi divertido… pero seguir una respiración detrás de otra nos parece cansino. Desde la superficie, cada respiración es igual a otra; desde la presencia, cada una es un universo diferente. Sólo si somos conscientes del vínculo que une la respiración a la sensación, a la percepción, a la imagen, al mismo pensamiento, descubriremos no sólo un fuelle de aire sino un caleidoscopio de vida.

Contar respiraciones es útil para mantener la concentración, y contar en sentido inverso es inteligente para romper con el automatismo de contar. Visualizar en cada respiración un pétalo y construir flores y ramilletes viene a ser poesía. Es verdad que toda concentración requiere un cierto esfuerzo mental, sujetarse en torno de un objeto meditativo, pero está claro también que ese esfuerzo mental es un preámbulo para sortear resistencias, dispersiones y tentaciones de nuestro deseo. Más allá, como algo que irrumpe sin esfuerzo, nos unimos íntimamente al objeto de meditación. Y ahí empieza propiamente la meditación.

Julián Peragón

Meditación Síntesis

Editorial Acanto




Obstáculos en la meditación: Dolor

Obstáculos y retos:

Dolor

Nuestra orografía corporal no es uniforme. Como decíamos, nuestras heridas físicas y hasta las emocionales quedan grabadas en el cuerpo. La memoria corporal se activa en diferentes situaciones, por lo que no es de extrañar que, en medio de la meditación, nos encontremos con un episodio agudo de tensión o que se manifieste aquel intenso dolor de espalda.

Acostumbrados a ser excesivamente literales, creemos que el dolor de rodilla está en la rodilla, y aplicando más tensión queremos reducirlo a la nada. Sin embargo, el dolor parece crecer con la resistencia interna, parece tener vida, una vida que no depende de nuestra voluntad. Misteriosamente, va y viene, da una coz o clava su aguijón para después desaparecer sin mediar aviso. Si se lo observa bien, el dolor no parece tener límites bien definidos: se irradia a otras zonas y llega a congelar el ánimo.

Es cierto que, sometidos a cierta presión, los tejidos corporales se resienten y pueden llegar a molestar, pero ese dolor tremendo que sentimos a veces no es de orden meramente físico; tiene, a todas luces, un componente emocional: está motivado por el miedo y por la resistencia al dolor. Ya de pequeños, todos hemos sentido la aguja intramuscular en el culete que nos ponían en la enfermería. Y la experiencia era diferente cuando relajábamos el glúteo o cuando lo apretábamos como actitud de defensa. Lo mismo pasa con esos puntos de tensión que sentimos en nuestro cuerpo. Cuanta más resistencia al dolor, más dolor, y el círculo se va agrandando…

Si miramos el dolor con la luz de la conciencia, si le quitamos su sombra fantasmagórica, veremos que se reduce a una sensación, a menudo sorda, que podemos manejar sin que nos distraiga de nuestro objetivo de concentración. Está claro que hay que respetar un dolor patológico motivado por una inflamación puntual y no forzarlo (algo que nos dicta el sentido común), pero es preciso distinguirlo de aquellos dolores que están en la confluencia de una postura inmóvil y una inquietud interna, que se dan en ese espacio cuestionador donde la mente no sabe dónde agarrase para no caer en la plenitud de la presencia o en el vacío del silencio.

El dolor como síntoma reclama su dosis de atención, y huir pavorosamente de él -como cuando tomamos analgésicos sin medida- es la mejor manera de alimentarlo. El dolor no es realmente objetivo; mantenemos con él una relación íntima: lo teñimos de significado y lo leemos dentro del contexto en el que se da. Sin duda alguna, hay una construcción social del dolor. El mismo latigazo duele menos si está dentro del martirio religioso o del juego sexual que si lo recibimos por parte de nuestro enemigo. El mismo dolor de cabeza se amortiguará delante de una sorpresa o se acrecentará si forma parte de la sintomatología de un tumor cerebral, por poner algunos ejemplos.

Y no es de extrañar que, dentro de las tradiciones meditativas, el dolor sea un rito de tránsito que asegura una fe y una fuerza de voluntad que se pretenden desarrollar. Dentro de esta concepción, todo dolor ayuda a la transformación, desconecta el pensamiento obsesivo y favorece el desasimiento de aquello en lo que nos dejamos atrapar.

Sentados y doloridos, intentaremos “respirar” el dolor sin asustarnos. Sin tensarnos, haremos que éste transite hacia lo que es: una sensación sorda con la que podemos convivir pacíficamente. Abrazar el dolor es abrazar compasivamente nuestro miedo, abrazar la parte en penumbra de nuestro cuerpo que no controlamos, que nos recuerda la impermanencia, y por supuesto la muerte. De esta manera, buscamos en la meditación que el cuerpo no sea ya una carga pesada sino un espacio de reencuentro con la sensibilidad de la vida y la conciencia amorosa de la que formamos parte.

El cuerpo es un territorio que conocemos sólo en parte. Hay zonas abruptas donde la molestia y el dolor alzan su larga sombra, pero también hay zonas en las que sentimos placer. Si el dolor contrae, el placer dilata; uno nos enquista bien adentro, mientras que el otro nos eleva hacia las nubes. Parece ser que tanto uno como el otro nos hacen salir de nuestro centro, de nuestro momento presente. Intuimos que hemos de quitarle hierro al dolor, pero también alas al placer para mantenernos en una cierta ecuanimidad sanadora. El dolor nos amenaza, pero el placer puede llenar nuestro espacio de fantasías. Nuestras zonas erógenas están cargadas emocionalmente, y la memoria corporal también se despierta cuando transitamos por ellas.

Desapegarse de las sensaciones no quiere decir reprimir, pero tampoco aferrarse a la indiferencia. Desapegarse es vivir y dejar marchar; experimentar y, acto seguido, liberarse de las garras de la experimentación; en otras palabras, saborear pero no devorar ni vomitar. Dar la bienvenida, acoger, sentir… y poder despedir. Nos jugamos en ello nuestra libertad.

Julián Peragón

Meditación Síntesis

Editorial Acanto




Obstáculos en la meditación: Incomodidad

Obstáculos y retos:

Incomodidad

Dicen que venimos a este mundo con un botón rojo incorporado, que se dispara ante una determinada presión. Sentimos presión cuando el conductor del coche de atrás tiene prisa y nos toca el claxon, cuando falta un día para entregar el proyecto que llevamos meses realizando, o cuando nuestro avión sale por la puerta 38 y nosotros estamos equivocadamente en la 20. Es difícil sustraerse al ritmo frenético de una sociedad que tiene prisa por realizar sus mitos. El norte de este planeta ha puesto la directa. La locomotora del progreso arrasa con bosques y mares, margina culturas y personas desfavorecidas, hace saltar economías de subsistencia y nos aboca a periodos de recesión. No es de extrañar que este botón esté al rojo vivo…

Hoy en día tenemos muchas papeletas para sufrir estrés: si nos mudamos de casa, si nos despiden del trabajo, si vivimos una separación, si nos casamos, si muere un ser querido, o simplemente si hacemos un “excitante” viaje al Tercer Mundo. El estrés es el precio que pagamos por este progreso, que promete abundancia por la puerta principal pero que despide miseria por la puerta de servicio.

Y este estrés, del que muchas veces no somos conscientes, es el que nos encontramos cuando nos sentamos a meditar. Sabemos que hemos de meditar con la serenidad de una montaña, pero sentimos movimientos sísmicos en nuestro interior; intentamos no movernos, pero nuestra musculatura nos traiciona; queremos ganar presencia, pero nuestras preocupaciones saltan al ruedo de la arena meditativa.

Fundamentalmente, nos peleamos con la postura: primero con el cojín, que no es lo suficientemente alto o bajo; después, con los pies, que no sabemos si ponerlos en el muslo, uno debajo del otro o uno delante del otro; más tarde nos las vemos con la pelvis, que aunque la pongamos en anteversión para facilitar la verticalidad, se coloca sin querer -por acortamientos posteriores- en una posición de protección que cierra el vientre y nos impide respirar ampliamente. Y por último, la mudrâ, ese gesto simbólico que hacemos con las manos como soporte de concentración, y con un contenido evocativo de presencia o centralidad, se nos hace tan complicado como un truco de manos.

Fruncimos el ceño, apretamos la mandíbula, subimos los hombros y cerramos el pecho. He visto a más de uno explotar en un grito durante la meditación, frustrado por la incomodidad de la postura. No nos olvidemos: la postura está diseñada para ser incómoda cuando nuestro punto de partida es de agitación o incomodidad.

Esta primera etapa meditativa es, de por sí, terapéutica. Nos obliga a revisar nuestra forma de vida, a detectar dónde están las fuentes de tensión y a intentar gestionar nuestro estrés de forma creativa. Nadie vive en una burbuja sin tensión. Pero si bien aceptar parte de esa tensión de vida en sociedad forma parte de la madurez, hay un margen de esa tensión que sí podemos eludir de forma inteligente. A veces, menos es más, y simplificar nuestra vida y nuestras relaciones nos aporta más libertad y más calma.

Cuando hablamos de estabilidad de la postura no nos estamos refiriendo a armar una buena postura y hacernos con ella una instantánea mental, sino al hecho de poder mantenerla sin alteraciones a lo largo del proceso de meditación.

Buscar la inmovilidad en la postura representa una gran oportunidad para observar nuestra inquietud interna. La mente es inestable y el cuerpo se quiere mover impulsivamente. Es como el jinete que monta sobre un caballo intranquilo: necesita utilizar sus riendas para centrarlo en la dirección del camino que se ha propuesto.

Tenemos aquí una posición privilegiada para observar la agitación interna, esa agitación que en la vida cotidiana pasa desapercibida porque se confunde con el quehacer frenético que llevamos. La inmovilidad se convierte en un reto importante, pues nos invita a observar todo impulso que nos arranca de ella. Ahora bien, no reaccionamos a ello: observamos como si fuera una mera circunstancia que acontece en la conciencia. Si nos pica la cabeza, si nos duele la rodilla, si nos molesta el cojín sobre el que estamos sentados, todo ello se recibe como una sensación más, junto con las imágenes o los pensamientos que sobrevienen.

En cierta manera, junto a la inmovilidad de la postura estamos cultivando la voluntad de permanecer en ella pase lo que pase, incluso contra viento y marea. Esa voluntad nos ayuda a enraizarnos en la vida y a fortalecernos. Por eso, la mosca que revolotea en la comisura de nuestro ojo y el mosquito que clava su aguijón en nuestro cuello tienen una importancia muy relativa cuando ponemos en juego algo tan importante como es nuestra estabilidad mental.

Julián Peragón

Meditación Síntesis

Editorial Acanto




Meditación: Obstáculos

Obstáculos

A la fiesta de la meditación asisten todos los invitados: los que nos caen bien y los que, ¡ay!, no quisiéramos tener al lado de nuestro plato. Zarandeados por la vida, nos gustaría encontrar en la meditación un oasis de paz cuando, en realidad, la meditación nos ayuda a encontrar un marco de sentido, pero no necesariamente un bálsamo. En cada sentada, vamos aprendiendo que la vida no avisa, no se ciñe a nuestro deseo, no espera, no se adapta a nuestra moral y sobre todo, no es indolora.

Probablemente, en la meditación nos encontraremos con la incomodidad, el dolor, la dispersión… Habrá momentos de negatividad y de aburrimiento; iremos muchas veces de la fantasía al sopor, y con miedo caeremos ante el vértigo de la disolución. Los obstáculos nos van a acompañar, queramos o no, porque forman parte intrínseca del camino. Y ya que van a ser compañeros de viaje, más vale hacernos amigos de ellos. Nos conviene señalar el obstáculo cuando aparece, nombrarlo, reconocerlo y dialogar con él. De esta manera, el obstáculo pierde su larga sombra fantasmagórica y aparece como lo que es: una resistencia a la entrega, una huida de la realidad o un bloqueo ante la intensidad.

Es cierto que duele la rodilla, pero la articulación duele porque algo -o alguien- dentro de nosotros no quiere en realidad estar allí sentado, perdiendo el tiempo. Duele la rodilla porque una parte de nosotros no entiende lo que estamos haciendo, el sinsentido de la meditación, y quiere salir corriendo. En definitiva, duele la rodilla porque duele el alma, porque la vida reclama un precio que no estamos dispuestos a pagar, porque nos sentimos defraudados ante todas las expectativas que se han ido quedando por el camino, o porque nos miramos en el espejo y ya casi no nos reconocemos.

Pero la meditación nos recuerda todo el tiempo que hay una salida al sufrimiento psicológico, a la desesperación y a la confusión. Hacemos como en la buena medicina: diagnosticamos y proponemos la terapia adecuada para cada enfermedad. En la alforja de nuestra meditación podemos encontrar un medicamento para cada obstáculo, un antídoto para cada veneno. Ante el dolor, el desapego de las sensaciones; ante la incomodidad, la inmovilidad; ante la dispersión, la concentración… Si cada obstáculo es el reconocimiento de una resistencia interna, cada antídoto es un reto de superación. No hay manera de superar el pecado sino a través de una cierta virtud. Cierto que el jarabe que cura es amargo, pero ya sabemos que la meditación no es una fiesta infantil repleta de dulces. Para responder de verdad a la pregunta de quiénes somos, puede que haya que abatir muchos dragones.

Julián Peragón
Meditación Síntesis
Editorial Acanto




Sûtras: Esquema Vibhuti Pada

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Esquema de Vibhûti Pâda

Por Luisa Cuerda




Sûtras: Esquema de Samyama

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Esquema de Samyama

Por Luisa Cuerda




Saludo al Sol para mayores

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Saludo al Sol para mayores

Por Àlex Costa




Resumen anatómico de pelvis y extremidad inferior

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Resumen anatómico de pelvis y extremidad inferior

Por Àlex Costa




Anatomía: Isquiosurales

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Isquiosurales

Por Àlex Costa