Yama: Satya

Antes de hablar del amor a la verdad, hablemos de la mentira. Es cierto que hay muchos tipos de mentiras pero habitualmente la mentira se vuelve en contra nuestra porque debe ser mantenida con una batería de mentiras menores para no ser pillados en el engaño. Este gasto de energía psíquica para sostener nuestras falsedades conforman un laberinto que nos atrapa. Con la verdad, sin embargo, uno es libre porque no requiere camuflaje. Por el contrario, a medio o largo plazo el mentiroso es descubierto y sobreviene la desconfianza. A menudo llamamos mentira a una voluntad de engaño pero no deja de ser también mentira cuando añadimos algo más de nuestra propia cosecha a la realidad o cuando sólo contamos una porción de ella, ocultando el resto. Hay mentira cuando disfrazamos la realidad que no nos gusta o cuando miramos a otro lado negándola.

Nuestro lenguaje es complejo e imperfecto. Si a esto le añadimos la duda, la ambigüedad o la ignorancia de nuestras motivaciones ocultas tenemos servido un cúmulo de malentendidos en la comunicación con los demás. Estamos obligados a conocer bien el medio que utilizamos de comunicación y a saber decir lo justo en el momento más adecuado. Un problema en la comunicación es que no conocemos las claves de interpretación del otro, y a menudo, tampoco conocemos las nuestras. Cuando yo digo libertad o amor tú puedes entender otra cosa bien distinta de lo que yo he querido expresar. Al mismo tiempo, puedo decir esas mismas palabras pero ser incoherentes con mi propia realidad. Por tanto, en una verdadera comunicación, uno no sólo expresa sus opiniones sino también, el lugar desde donde las expresa, la ideología que hay detrás, las experiencias que han dejado huella en esas mismas expresiones.

Pero nuestra veracidad tiene un límite, por eso ahimsa antecede a satya, y es decir la verdad sin crueldad, sin añadir más sufrimiento al otro. Hay que saber en qué momento decir la verdad para que esa verdad tenga una utilidad, la de permitir que el otro pueda crecer. No se trata, por tanto, de meter el dedo en la llaga sino, más bien, mostrar la palabra que invite a la sinceridad porque crea un entorno de no juicio, de aceptación desde donde poder reflexionar conjuntamente.

En este sentido, a diferencia del rumor, la opinión sin fundamento o el falso testimonio, la palabra justa es aquella que pone orden y que ilumina. Se trata de apoyarse en la palabra y su poder para clarificar el embrollo, para dar luz a la confusión. La diferencia entre el charlatán que mediante su verborrea engatusa y vende sueños, y la de los sabios, es que éstos no te dicen lo que tú quieres escuchar, no son cómplices de tu neurosis, pero cuando te miran y te hablan, su palabra tiene la fuerza de un terremoto que sacude todo tu ser. La palabra compasiva pero rigurosa demuele la torre de falsedades que hemos construido para defendernos de la carencia amorosa, la falta de reconocimiento o la impermanencia de la vida.

Hay que hacer caso al dicho que nos recuerda que hay que tener cuidado con los pensamientos pues se convierten en palabras. Las palabras se convierte en actos, los actos en hábitos, éstos en carácter y el carácter, por último, en destino. Es cierto que si no controlamos nuestro pensamiento, éste nos sumará en una intranquilidad, en dispersión y malestar.

Para sanar la palabra hay que aprender del silencio. Si el silencio no se vuelve nuestra verdadera piel, si no estamos conformados desde la voz del silencio, la palabra es evasión. Si las palabras y los conceptos, ponen límites, diseccionan el mundo aunque sea necesario en un primer momento para comprender la complejidad de lo que nos rodea, es cierto que las palabras pueden desunir. Si las palabras dividen, entonces es el silencio el que une.

Desde el silencio uno puede decir lo necesario, distinguir entre lo que puede ser expresado de lo que debe seguir velado. Tal vez en la comprensión que el misterio no puede ser nunca explicitado por la sencilla razón que la mente no puede describir lo inconmensurable, porque no existen ni existirán suficientes palabras para describir todos los matices de la vida.

Creemos que las palabras van de la mente a la lengua en un camino directo pero nos olvidamos que previamente pasan por el corazón. Si hay doblez, hipocresía, la palabra se distorsiona. Además de calmar la mente es necesario purificar el corazón. El corazón como órgano alquímico es el único que puede acoger al otro, por eso, la palabra, la debemos templar en el corazón y sacarle las aristas.

Queremos conocer la verdad para no errar en nuestras acciones. Tal vez por eso, la persona establecida en el conocimiento tiene el don de iluminar lo que encuentra a su paso. Sus acciones están en conexión porque hay una clara concordancia entre lo que uno es, lo que dice y lo que hace. Por eso, nos recuerda la tradición, lo que dice no tarda en hacerse realidad. Es capaz de mantener su palabra. Vivir en la verdad es ser quien se es, no querer ser otra cosa, igual que la semilla de una flor se convierte en ella misma.

Satya es también el desarrollo de una fina discriminación entre la verdad y la mentira. Esto nos hace conocernos mejor para saber realmente de nuestras capacidades y nuestras fuerzas, y no tanto de las fantasías que todos nos hacemos sobre nuestro potencial.

Pero las palabras tienen otro poder, puede, como una espada afilada, rasgar el velo de la ignorancia del mundo manifiesto para ponernos cerca de lo esencial. Y si bien, como decíamos, las palabras no pueden definir lo que es, sí pueden señalar la dirección adecuada.

 

Por Julián Peragón

 




Yama: Asteya

Las relaciones que se dan en toda sociedad humana están basadas, o deberían estarlo, en la confianza. Confiamos que el otro cumplirá lo pactado, que el servicio que hemos solicitado vale lo que hemos pagado por él, que la harina del pan que comemos es de buena calidad tal como anuncia el panadero. Es evidente que, hoy en día, esto no es así, hay una severa crisis de confianza. Lo saben los abogados y las compañías de seguros. Nada es lo que parece.

Asteya nos plantea la importancia de no apropiarnos de lo que no nos pertenece. Porque, en este caso, lo importante no es tanto el objeto sustraído como el hueco de inseguridad y de desconfianza que ese gesto genera. Pongamos un ejemplo cotidiano, si yo no te devuelvo el libro que me has prestado, aunque evidentemente no haya ninguna voluntad de apropiármelo, traiciono la confianza que has depositado en mí, y como consecuencia, cuando otra persona te pida otra cosa prestada encontrarás una buena excusa, o directamente le dirás que no. En realidad, robar también tiene que ver con quitarle tiempo a los demás, usurpar un poder que no te corresponde, utilizar las ideas de otros como propias, invadir el espacio o las relaciones de otros o simplemente especular en una compra-venta.

El deseo de lo que no nos pertenece, la codicia de los bienes ajenos nos habla de una dificultad de conformarse con lo que se tiene, eligiendo la vía fácil que es la de alargar sigilosamente la mano. En realidad el ladrón no se da cuenta que robar afloja el alma pues no quiere pagar el precio y el esfuerzo que conlleva vivir. Y lo cierto es que, a la postre, se paga otro precio aún más caro: el de dejar de ser una persona confiable a los ojos de los demás o en el de estar en una marginalidad peligrosa.

No hay otra manera de cultivar asteya que el de salir de una insatisfacción y de una imagen interna de carencia. En realidad estamos en una ilusión cuando creemos que algo externo nos va a complementar, o nos va a acercar a la felicidad.

Está la maquinaria implacable de la publicidad que genera mitos, y un sistema que escupe frustración e insatisfacción por no conseguir lo prometido. Pero también está, no lo olvidemos, nuestra capacidad de discriminar, nuestra voluntad de apretar un botón para desconectar, en definitiva, nuestra capacidad para resistir a la tentación. Podemos decir que hay muchas cosas bonitas e interesantes en el mundo, pero también podemos fortalecer la realidad de que no las necesitamos, porque realmente no las necesitamos. El problema está cuando se convierte la posesión en un fin en sí mismo en vez de ser un crecimiento de la propia vida, de nuestra humanidad. Por eso es importante rogar por tener lo justo para vivir con dignidad.

Asteya es actuar con honestidad en cada situación y mantenerse en el propio espacio sin invadir pero tampoco sin ser invadido. No robar, claro está, pero también no entrar en situaciones deshonestas que impliquen que seamos de alguna manera estafados. El timo de la estampita no habla sólo del timador, habla del oportunista que llevamos dentro que quiere aprovechar una situación para sacar ventaja. Por no hablar de los sistemas piramidales que prometen unas ganancias del 800% vendiendo unos productos milagrosos o intercambiando dinero con la excusa de una ayuda mutua.

Cuando uno profundiza en asteya genera a su alrededor tal confianza que todas las riquezas son concedidas. Esa es la verdadera riqueza que los demás sientan a nuestro lado que no son invadidos, que son respetados, que cogemos la confianza depositada en nuestras manos y que la devolvemos con creces.

 

Por Julián Peragón

 




Yama: Ahimsa

Himsa es dañar, y no es de extrañar que ahimsa (no-violencia) esté en la primera abstinencia que marca el Yoga ya que las que siguen a continuación son derivaciones de éstas, son todas formas sutiles de violencia, de falta de respeto al otro y/o a uno mismo. Mentir, robar o acumular son, por poner algún ejemplo, violaciones de la verdad, de la confianza o de la solidaridad necesarias.

Enfocar el tremendo problema de la violencia es complicado porque la sociedad en la que estamos castiga o reprime, por un lado, las formas groseras de la violencia, pero por otro, aviva en su seno los cimientos de la violencia que parten de la desigualdad y de la injusticia.

Todos estamos de acuerdo en que no se pueden permitir ciertos grados de violencia pero sería injusto (e hipócrita) señalar fuera la epidemia de violencia cuando nosotros mismos llevamos inoculados el mismo virus. No es lugar aquí para profundizar sobre este tema, pero sí para señalar que, al otro lado del sentimiento de ser el pueblo elegido, se esconde el estigma del infiel o el ateo, que detrás de la fuerza imparable de la civilización está el bárbaro o el salvaje, que, en definitiva, al otro lado de la normalidad está el loco o el extranjero que trae nuevas costumbres, sin darnos cuenta que todo etnocentrismo genera algún tipo de marginación. Podemos decir que el provincialismo genera violencia porque se aferra a lo único seguro que conoce impidiendo todo cambio.

En realidad el patrón de la violencia es el miedo, miedo al otro, miedo a lo diferente percibido como amenazante a nuestro sacrosanto control, seguridad e identificaciones. No podemos liberarnos de la violencia sin cuestionarnos ese miedo atroz que tenemos a la vida, sin desbrozar ese odio a lo que cuestiona nuestras ideas, esa ira o resentimiento hacia un mundo que previamente etiquetamos de ignorante o perverso.

Comprender que no somos ajenos a la violencia del mundo es el primer paso para indagar en nuestra realidad. Sabemos de antemano que no sirve de mucho izar la bandera de la no-violencia si apretamos el mismo puño que los llamados violentos.

Tampoco se trata de abstenerse de la violencia si ésta es una reacción innata apoyada por una programación sociocultural porque para reprimirla tenemos que aplicar un exceso de violencia, ahora sobre nosotros mismos. Creo que hay dos caminos sucesivos, uno el de canalizar esa violencia ya sea a través del deporte u otra actividad, y por supuesto, el camino de entender la raíz de esa violencia, ver de dónde salen los impulsos destructivos y autodestructivos. Viendo nuestra sombra seremos más capaces de profundizar en ahimsa, de cultivar una bondad fundamental ante la vida.

Una imagen puede servir, el bosque permite en su seno una impresionante biodiversidad. El bosque, por así decir, acoge en su seno toda diferencia y la hace transitar hacia una interdependencia. Ser considerado hacia todos los seres vivos es una manera de respetar a todo lo que tiene derecho a vivir. Cultivar ahimsa es defender la vida, defender especialmente al inocente, al marginado, al que más ayuda necesita.

A menudo no nos damos cuenta que la vida es mucho más amplia y profunda de lo que cabe en nuestras creencias, en nuestra filosofía. Hay, por tanto, sitio para tu verdad y la mía aunque disintamos. Ahimsa es una vía de pacificación y para ello hay que distanciarse del mecanismo reactivo que nos hace sacar nuestras defensas y nuestros ataques ante aquello que no nos gusta. Para ello es importante escuchar nuestra reacción y partir de una observación profunda de la situación que desencadena la violencia. Si partimos de una aproximación prudente a la realidad veremos más cosas y podremos respetar lo que está siendo sin necesidad de cambiarlo por torpeza o ignorancia.

En realidad la violencia tiene dos aristas, una puerta que se abre en los dos sentidos. Todo lo que le haces al otro en realidad te lo estás haciendo a ti mismo. Detrás de la explosión de violencia hay mucha frustración, humillación, impotencia o falta de autoestima. Por eso en las relaciones sanas con los demás es necesaria una buena dosis de dignidad. La espiral de la violencia nos arrastra a todos, víctima y verdugo quedan ligados mediante un vínculo de aniquilación. Tendríamos que leer los conflictos armados en el mundo en clave de violencia introyectada en una sociedad que se ha vuelto paranoica, fundamentalista, temerosa de que caigan sus propios mitos.

Hay diferentes niveles de ahimsa que van desde el respeto a la consideración por el otro, desde la solidaridad hasta la bondad. Pero está claro que no basta con no dañar, con ser objetor de conciencia y abstenerse de ir a la guerra. No es suficiente con perdonar a los enemigos y olvidar viejas rencillas, es necesario pasar a la acción. Llevar esa no-violencia a través del servicio, ser agente de paz, poner armonía en nuestra vida para que irradie a nuestro alrededor.

No se trata tanto de abstenerse en hacer daño porque sobrevuele una prohibición social, porque lo manden las Escrituras o porque uno quiera retener una imagen de persona bondadosa. Cultivar ahimsa parte de una inteligencia innata ya que si ofreces este respeto amoroso ante la vida, ésta te muestra a cambio su rostro más amable. Cuando ahimsa esté sólidamente instalado en nuestra actitud alejamos de nosotros toda hostilidad, y desde ahí, la vida a nuestro alrededor florece. Hasta lo más minúsculo e insignificante tiene derecho a la vida.

 

Por Julián Peragón

 




El Yoga esencial

Todos sabemos que el yoga es un estado de unión que implica una sincronía con la vida y una conexión con el todo que nos rodea, pero también, no lo olvidemos, es el camino que recorremos para llegar a ese estado de unión. En el yoga cada paso es un medio para ese objetivo supremo pero también es un fin en sí mismo. El viaje se hace paso a paso, cada pequeño objetivo que nos planteamos en la práctica del yoga forma parte del proceso. Todo cuenta.


Poder manejar mejor las tensiones de la vida, aprender a relajarse, volver la respiración más amplia y silenciosa, sentirse más seguro y ágil en el propio cuerpo, cultivar la atención, ser más ecuánime en nuestro mundo emocional, ganar serenidad mental, estar despiertos con energía y curiosos ante la vida, etc son pequeños (o grandes) objetivos que el yoga puede facilitar. Pequeños ítems de un gran camino.

Sin embargo, no todo es terapia en el yoga. Necesitamos estar sanos y ganar en vigor (flexibilidad y fortaleza) pero necesitamos también comprendernos mejor. Especialmente el yoga es un medio de indagación. Nos preguntamos ¿Quién soy yo?, en lo interior y subjetivo, y nos preguntamos ¿Qué es esto?, en lo exterior y objetivo. Hacemos estas preguntas porque el yoga no es sólo conseguir calma, es también encontrar la claridad necesaria para vivir.

Cuando practicamos âsana experimentamos un aspecto exterior muy terapéutico. Buscamos fuerza, equilibrio, flexibilidad, alineación, entre otros. Ahora bien, hay otro aspecto, digamos más íntimo de la postura, que a veces despreciamos. La postura se manifiesta como un espejo donde poder entender algo de mí, algo de la vida.

Nuestra hipótesis es que el cuerpo es un todo con la mente y que está impregnado de psiquismo pues somatiza nuestras tensiones internas. En esta dimensión interior de la postura lo primero que hacemos es ESCUCHAR y esa escucha de tensiones, de acortamientos, de bloqueos respiratorios, etc nos habla en realidad de nuestra relación con la vida. El segundo elemento es el RESPETO por nuestro cuerpo y por sus limitaciones. Intentamos no comparar, no competir, no forzar puesto que no hay nada que demostrar ya que siempre estamos en el punto que estamos y esa es nuestra realidad, no otra. El tercer elemento es el DIÁLOGO con los límites. Los límites del cuerpo son los límites de la realidad. No se trata de forzarlos ni de sucumbir ante ellos. No se trata de mirar hacia otro lado o salir huyendo, se trata principalmente de estar frente a ellos de forma tranquila, respirando, relajando, comprobando, esa es la maravilla, que esos limites son móviles y que se disuelven poco a poco hasta encontrar el tono justo necesario para el acto de vivir. Entonces pasamos a SACRALIZAR la vida, esa vida presente en cada cuerpo. Y es a través de cada postura que percibimos esa dimensión sagrada, percibimos la forma y la energía, el movimiento y la quietud. Por último, la postura nos lleva a aterrizar en el PRESENTE desde una aceptación, desde el no juicio.

Hemos de entender que la postura tira de la respiración ampliándola que a su vez tira de la mente calmándola que a su vez, en una cadena imparable, se abre a la conciencia. Y eso es lo que buscamos cuando practicamos yoga, una elevación de la conciencia. En esta actitud femenina ante la postura a menudo es más importante el no hacer que el hacer desde una imposición. El maestro Patañjali recordaba en cuanto a la postura que se trata de disolver las tensiones para la realización del infinito. Volvemos a recordar que yoga es unión, sincronía, coordinación, influencia e integración. El yoga es dejar de estar separado y escindido de todo lo que nos sostiene, nos nutre y nos rodea.

A menudo hacemos el yoga desde el ego. No es un ego cualquiera sino un ego muy sutil, un ego «espiritual», pero como ego sigue estando pendiente de cómo los demás nos ven, pendientes de una crítica favorable. Entonces hemos de recordar que el yoga es un camino individual. Es un proceso único, original e incomparable y sólo lo podemos recorrer desde la escucha y la sinceridad, desde la humildad y el coraje.

Lo verdaderamente importante es desactivar los mecanismos neuróticos que nos llevan al sufrimiento. El yoga nos recuerda para ello que somos el Ser. Somos el ser interior, el alma o espíritu que nos habita, y el cuerpo o la mente son instrumentos maravillosos de la evolución que nos permiten expresar con intensidad esa conciencia que somos.

El yoga nos recuerda también que para mirarnos en ese espejo del que hablábamos tenemos que quitarle el polvo. El yoga es un proceso progresivo de purificación y centramiento para que la luz de la conciencia brille con todo su esplendor.

Con la práctica tenemos dos lecciones: aprender a estar en el cuerpo sentido, no en la imagen corporal, y permitirnos sentir y gozar. Es la asignatura del placer que a menudo se niega en la vía austera y de ascesis del yoga. Está claro que la otra vía es la vía del dolor. No tanto en un regodearse en el límite de nuestras fuerzas y de soportar el dolor, más bien todo lo contrario, en la posibilidad de quitarle el peso excesivo de lo emocional, aprender a no rechazarlo o temerlo para que adquiera su propia dimensión. Sabemos que el dolor está implícito en la vida pero podemos aprovecharlo como estímulo para la liberación. Nada que ver con una vía masoquista, al contrario, manejar el dolor sin asustarse, esto es, con ecuanimidad.

A menudo en la práctica estamos luchando con la postura y es en esta lucha donde se genera resistencia. No se trata de sostener la postura como de ser uno con la misma postura, vivirla desde dentro. Entonces los límites que parecían inamovibles se expanden.

No necesitamos posturas complicadas para encontrar la intensidad necesaria para el desbloqueo, la presencia y la transformación, nos basta con tener tiempo. Tiempo necesario en cada postura para hacer nuestro proceso, para vivir la postura, para encontrar nuestros limites y empezar a disolverlos, y también respetarlos.

Siempre empezamos con una escucha y esa escucha ya nos marca la siguiente postura que reforzará o compensará la postura anterior, o quitará tensión, o nos ayudará a conquistar nuestro objetivo. También utilizamos la visualización antes de ejecutar una postura para activar nuestra memoria postural, desde aquí hacemos la postura siguiendo el camino del mínimo esfuerzo, de la máxima armonía. Una vez en ella nos permitimos un tiempo de ajuste para estabilizarla y a partir de aquí la vivimos en plenitud. En esta vivencia también hay escucha de cómo está actuando la postura, los estiramientos corporales, el metabolismo energético, el trasfondo emocional, el contenido mental, y sobre todo la conciencia de la respiración. Buscamos el equilibrio, la estabilidad, la calma, el silencio, la presencia; la sensibilización. Buscamos todo esto pero también intentamos ir más allá trascendiendo la misma postura hacia una indagación de uno mismo y un refrescante contacto con el ser. En definitiva, la postura como un trampolín de una conciencia acrecentada. La postura volverá a reclamarnos cuando los límites se hagan presentes: inestabilidad de la postura, acortamiento de la respiración, cansancio o pérdida de la concentración. A partir de aquí se inicia el descenso, deshacemos la postura paso a paso hasta volver a una escucha donde primero recogemos los frutos del trabajo realizado y, segundo, comprendemos mejor desde la escucha el siguiente paso (postura) que hemos de realizar.

El yoga nos habla de la vida, no podría ser de otro modo. Una semilla necesita tiempo para florecer. El proceso del yoga es largo y hay que caminar sin ansiedad ni pretensiones. Cada serie debería ser un ritual, un espacio privilegiado para conectar con la dimensión sagrada, una celebración del acto de vivir, una conexión entre cuerpo, mente y espíritu. En la misma práctica la frontera es muy sutil, casi inadvertible, o la postura acrecienta nuestra importancia personal o la disuelve. Como siempre, depende de nuestra actitud. Lo decía el principito: «lo esencial es invisible a los ojos».

Julián Peragón

 




La rendición del ego

A esta entidad que llamamos ego, que en otros contextos podemos identificar, aunque con matices, como personalidad, carácter o yo (en minúscula), en la tradición se le ha identificado como el rey impostor que usurpa el reino que no le corresponde.

En realidad este rey falso es un administrados de bienes inmuebles del reino, un jefe de personal que controla los vínculos sociales a los que está adscrito, un economista que lleva rigurosamente un listado de deudores, un vendedor de grandes ideas, un perfeccionista de la etiqueta social, un gourmet de la buena vida, un rebelde enfrentado permanentemente al sistema, y hasta abarcar un sinfín de funciones pues el ego quiere llevar el control de todo lo que ocurre en el reino aunque esta tarea mastodóntica sea en realidad imposible.

Una manera que tiene el ego de justificar su posición de dominio es crear enemigos externos (también internos) temibles y omnipotentes que den la ilusión de que es necesario estar en pie de guerra con una economía de medios excesiva. Hay que luchar contra la carencia, la soledad, la pobreza, la inseguridad, el fracaso, la enfermedad, la mediocridad y la locura, de tal manera que la guerra no acaba nunca. Y claro ahí están los soportes adecuados que son tu pareja, tu jefe, tus suegros, tu vecino, el político de turno, el equipo contrario, el extranjero, el que está en una secta que encienden la animadversión, un fuego de resentimiento interno que no acaba nunca. Todos son detestables o ignorantes, o ineptos, o groseros o don nadie.

La estrategia de guerra permanente del ego en contra de todo lo que le amenaza (que es mucho) genera un nivel de estrés que mina silenciosamente nuestra salud tanto física como mental pero claro, estamos en guerra y se aceptan bajas en el propio ejército como mal menor de todo lo que nos podría pasar.

Otra estrategia que tiene el ego para permanecer en el poder es la de empequeñecer al otro para así hacerse más grande (y poderoso). Si el otro es el malo queda claro que yo soy el bueno, y si es indecente yo mostraré como quien no quiere la cosa mi cara de persona decente sin tacha alguna. Fácilmente el ego reparte las cartas trucadas y muchos son los que se llevan los personajes de corruptos, mentirosos, perversos, feos, idiotas, ineptos, pobretones infieles, etc mientras nosotros tenemos bajo las mangas las cartas marcadas.

Parece que el ego está poseído por un complejo omnipotente en el que no suele reconocer los límites reales, donde se cuenta la historia a su manera fruto de un autoengaño y evita la certeza de su propia muerte. El ego se inventa a sí mismo, se culpa cuando las cosas no van bien o bien acusa a los demás para lavar esa misma culpa. Suele contar un poco más o un poco menos de lo que pasó y lleva escrupulosamente dos caras de la misma manera que se tienen dos vajillas, una para los días de fiesta impecable y otra más ruinosa para el día a día. Con la estrategia de la victimización aprovecha para descargar en otros la propia responsabilidad y para llamar la atención aunque sea a través de la queja.

Lo que el ego no atina a darse cuenta es que el baile de máscaras no produce ningún movimiento de plena satisfacción. Estar tan pendiente de que los demás te consideren importante no produce una verdadera transformación. Que los demás piensen que eres una bella persona no te convierte automáticamente en esa bella persona a menos que haya un trabajo interior de por medio.

En realidad el ego es coraza y arma como la imagen que tenemos de los contendientes de la Edad Media, está lleno de mecanismos de defensas y de estrategias de dominación, y qué curioso, con tanta defensa y ataque la misma vida pasa desapercibida, el gran don de la creación no es saboreado en todo su esplendor. Sabemos poner etiquetas a todo lo que vemos porque nos da seguridad pero la etiqueta río no es realmente el río, tenemos ideas de lo que es un árbol y un bosque pero desconocemos su esencia. Tenemos la foto del planeta en nuestra habitación pero no hemos cruzado la puerta de la sacralidad que nos conecta con la vida. En realidad no sabemos quién hay detrás de la etiqueta jefe, inmigrante o vecino.

La rendición del ego no puede sobrevenir a menos que veamos la esterilidad del juego de imágenes a la que estamos acostumbrados, no habrá trascendencia a menos que cuestionemos un buen saco de costumbres, creencias y supersticiones inoculadas desde bien pequeñitos acerca de como son las cosas, la moral que hay que seguir, lo que consideramos realmente importante.

No nos queda otra que ponernos cabeza abajo, símbolo del que quiere ver las cosas del revés, es decir, producir un cambio de perspectiva, mejor dicho, de perspectivas porque la posibilidad de contemplar la globalidad desde muchos rincones sin perder el detalle presente nos da libertad, de la buena, no la libertad que proclama el ego que no es más que otra etiqueta de la propia grandilocuencia.

Julián Peragón

 

 




Lo invisible de la postura

Todos sabemos que el camino espiritual lo recorre uno solito paso a paso con mucha humildad y, seguramente, con mucha paciencia. De nada sirve, por cierto, que los demás piensen que estás llegando a la cumbre cuando en realidad puede que haga tiempo que te has perdido en un recodo del camino. La grandeza que uno vive a través de los demás más bien añade piedras a un proceso interno que, muy al contrario, necesita desnudamiento. La tentación de la impostura no nos mueve ni un milímetro de donde estábamos, es imposible salir de nuestra realidad, siempre nos persigue. Si alguien quiere ganar la batalla debe saber dónde se encuentran sus ejércitos y cuáles son sus puntos fuertes pero también los débiles. Nos recuerda el Tao Te Ching que “quien se alza de puntillas no se yergue firmemente. Quien se apresura no llega lejos. Quien intenta brillar vela su propia luz”.

En la vía del yoga, como de cualquier disciplina profunda, una pose nos puede llevar muy lejos como estrategia de poder pero también muy lejos de lo que somos, y eso se llama traición a sí mismo. Un âsana es una postura y no deberíamos olvidar que fundamentalmente es una postura ante la vida. Tal como afrontamos el âsana es como afrontamos las circunstancias, la tensión en una es simétrica a la rigidez en la otra, sólo hay que intercambiar músculo y acción, y qué curioso, precisamente los músculos son la gasolina de las acciones. Pero está claro que las posturas pueden derivar en poses. Según el diccionario la pose es una postura poco natural y nosotros podríamos añadir que, por eso mismo, no está hecha con la naturalidad de tu sentir, no forma parte de tu verdad. Mientras en una el eje está en “cómo me siento”, en la otra se privilegia el “cómo me miran”. En definitiva, la diferencia entre postura y pose radica en algo tan íntimo como el corazón y, a menudo, es invisible a los ojos.

Es curioso darse cuenta que con una idéntica postura hay quienes ostentosamente inflan su ego porque logran hablar de tú a tú con los límites en una falsa percepción de que la verdadera alquimia radica en una complicada permutación de piernas y brazos. En cambio, otros, con esa misma postura secretamente disuelven su importancia personal porque reconocen sus propios límites y entienden que el cuerpo no es más una pesada imagen social sino la misma evolución hecha carne, una sabiduría orquestada por genes y hábitos que se manifiestan en la estática armónica. La verdadera encrucijada consiste en utilizar âsana como herramienta neutra para disolver mi prepotencia y no para engordarla, para fundirme con la totalidad y no para crear más separación, para aterrizar en la presencia de lo cotidiano y no para despegar hacia experiencias extraordinarias.

La línea que separa la inflación del ego de su disolución es bien delgada como insinuábamos. Una flexión notable, una resistencia relevante, una ejecución impecable, una inmovilidad bien controlada, una respiración amplísima mientras practicamos yoga y ya tenemos la tentación de colocarnos delante del precipicio de nuestras carencias. Es tan grande el pozo carencial de autoestima que nos agarramos a cualquier experiencia extraordinaria o a cualquier arrebato de domino del cuerpo o control de la mente para proclamar, siempre modestamente, que somos especiales. Hay una lucha secreta por conseguir más miradas, más aplausos, más reconocimiento, más éxito, en definitiva, más poder. El ser carencial que llevamos dentro lo traduce a su manera, si soy más, si soy especial, si tengo poder entonces me querrán más.

Âsana no es una pose, es un proceso. En ese proceso que lo hacemos con todo nuestro cuerpo, pero también con nuestra mente utilizando las neuronas además de las entrañas, repasamos cada músculo y cada articulación, cada centro energético y cada víscera para disolver las tensiones inútiles. La atención en âsana reside en reajustar el (sobre) esfuerzo constantemente. La idea es bien clara: se trata de hacer el esfuerzo justo, el necesario para tal acción, ni más ni menos, entonces habrá armonía. En âsana como laboratorio de la experiencia podemos ver ese esfuerzo innecesario con más claridad pues la complejidad de la vida a menudo ofrece una resistencia excepcional para ver eso mismo.

Pongamos algunos ejemplos. Llegar excesivamente pronto a una cita es una pérdida de tiempo como bien sabemos todos pero llegar tarde fuera de toda medida es una fuente de conflicto. Practicar âsana como metáfora de la vida cotidiana consiste en disolver los miedos que nos hacen llegar excesivamente pronto y aminorar la dispersión o el descontrol que nos hacen llegar demasiado tarde, en todo caso quitar aquello que molesta, aquello que es fuente de sufrimiento.

Durante un día, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos tenemos la oportunidad de hacer este reajuste de nuestros esfuerzos. Es cierto que hay un tiempo para trabajar y otro para descansar, uno para el ocio, para las relaciones, para cuidar del hogar, etc. A menudos saltamos de un espacio a otro de forma compulsiva, casi por reacción y al final del día llegamos bien con la lengua fuera o con el humor agrio. Es aquí donde debemos aplicar toda nuestra sabiduría yóguica. Los âsanas al igual que las acciones nunca van solas sino engranadas en una serie lo mismo que las acciones dentro de un día. Si nos fijamos exclusivamente en un âsana perdiendo de vista la dinámica de la serie con seguridad que acabaremos a trompicones. El músico sabe que el compás es sólo una parte de la pieza musical. Por tanto, ya tenemos el primer malabarismo del yoga, estar presente en el detalle de la postura sin perder la globalidad de la serie, que por cierto está enfocada con un objetivo preciso.

Hemos dicho que âsana es un proceso en el que el esfuerzo es reajustado constantemente con la intención de disolver las tensiones innecesarias, todo esto con un objetivo mucho más profundo y a veces inesperado, mantener la conciencia clara. A veces pienso, si he de poner otro ejemplo, que âsana es como una comunicación contigo mismo, con lo otro que habita en ti, tu cuerpo, tus emociones, tu respiración, tu flujo mental o tus motivaciones internas. Lo mismo que ocurre con la comunicación informal con un buen amigo: hay momentos para expresar, para escuchar, para ir de lo concreto a lo general o viceversa, momentos para el silencio, para la risa, para la complicidad. Hay un flujo en esa comunicación en el que nos vamos liberando de los protocolos sociales, de lo anecdótico y vamos entrando hasta ser el que somos. Nuestro cuerpo, nuestra emoción y nuestra mente van al unísono, somos un danza en armonía con el movimiento psíquico del otro, se desvelan hasta nuestros propios misterios. En los raros momentos en que se da esa comunicación no hay palabras para describir la profunda sensación de bienestar que se siente. Relajar las tensiones innecesarias en âsana nos debe servir para mantener la vigilancia.

Además hay un elemento práctico: una práctica constante nos lleva poco a poco a una fortaleza interna, a una resistencia natural delante de las situaciones extremas. El frío y el calor, el hambre y la sed, el sueño y el cansancio, el ruido o el caos de la vida presionan produciendo incomodidad. Pero también el éxito o el fracaso, la alabanza o el desprecio, la soledad o las compañías ingratas nos pueden llevar a un nivel elevado de sufrimiento. Un cuerpo fuerte y una mente estable desarrollados con una práctica adecuada hace que afrontemos esas circunstancias con una mayor capacidad de aguante y con una mayor relajación de la tensiones internas. Si el cuerpo está relajado y la mente está en calma podremos reaccionar ante los sucesos inesperados con una mayor libertad.

El yoga nos ayuda a comprender que no tiene sentido las prisas y el agobio pues lo que nos interesa es poder observar el flujo de la vida y para ello necesitamos la calma. Nosotros formamos parte de ese flujo, la vida está para ser contemplada, para ser vivida y para ser celebrada. A nadie se le ocurre pagar una entrada cara en la ópera para dormirse o para rumiar lo que va a hacer al día siguiente, vamos para fundirnos con el arte operístico. Patañjali cuando nos habla de âsana nos habla de infinito, de eterno e ilimitado, nos habla también de absorción y concentración profunda. Entonces ya tenemos todas las piezas del puzzle. Âsana tiene que ver con sentarse sin esfuerzo para la contemplación del infinito. Ese infinito está dentro y está fuera, siempre ha estado y siempre estará, no podemos definirlo pero sí señalarlo, no podemos verlo pero sí intuirlo en su reflejo, en su manifestación. No podemos ver sus contornos porque no tiene límites, no podemos darle cualidades porque no es una cosa, no es ninguna experiencia pero sí lo que soporta la experiencia. No nos confundamos, el yoga es una práctica, una filosofía pero sobretodo es un vuelo místico. Âsana es un buen trampolín pero depende de nosotros saltar al vacío y zambullirnos en el océano infinito del espíritu.

Julián Peragón

 

 




El eterno presente

Nuestra idea del tiempo es lineal. Creemos que la línea que marcan los días va de atrás hacia delante ininterrumpidamente. Machaconamente la aguja del reloj marca segundo a segundo sumando horas, días, años hasta perderse en los milenios y las eras. En realidad confundimos el tiempo del reloj con el tiempo psicológico y entonces el tiempo pesa y se hace insufrible. Tal vez por eso las tribus generaban sabiamente rituales de abolición del tiempo integrando al individuo en un tiempo circular, donde se volvía a un nuevo inicio del tiempo de la misma manera que cada primavera ésta vuelve a ser la misma, fresca, renovadora y vigorosa.

Creemos que cada cosa no-es-lo-que-es sino lo-que-ha-sido y lo-que-tiene-que-ser. Aunque es cierto que todo forma parte de un proceso, nos olvidamos que esto que vivimos ahora es en sí mismo un fin, y no sólo un medio para conseguir otra cosa que a su vez nos servirá para conseguir otra más y así sucesivamente en la dinámica pujante del deseo.

La mente es el reino del tiempo con su capacidad de anticiparse a los sucesos, de elaborar estrategias para llegar con ventaja a los objetivos o de crear proyectos que se materializarán en el futuro. Pero si la mente es hábil en los procesos porque asegura un control en el mundo cambiante que pisa, se muestra torpe en la vivencia del tiempo presente.

El falso ego se enreda con facilidad en el pasado donde cree que reside su identidad. La interpretación de lo sucedido da al ego una base para ser más de lo que es (a menudo para ser menos). Sin el pedigrí de nuestras familias, lo extraordinario de nuestras experiencias, el acumulo de prestigio o de poder, la clase social en la que nos movemos el falso ego cree no ser nadie. Y busca desesperado retazos del imaginado ser en el brillo del placer, poder o reconocimiento. Pero claro, como el punto de partida es de una gran insatisfacción, el falso ego se proyecta en el futuro donde podrá, por fin, ser el que siempre ha querido ser.

Así el pasado es una coartada del ego para justificarse y el futuro, siempre inalcanzable, una promesa de realización. La neurosis sobreviene cuando tengamos lo que tengamos, hagamos lo que hagamos no hay plenitud. Aunque cada momento es perfecto en sí mismo porque es el fruto de una eternidad que ha cuajado en esta precisa forma, nos guste o no, creemos que algo falta. Nos falta algo para ser felices, para estar completos, para, por fin, ser libres.

Entonces, ¿qué pasa con el presente?, se utiliza como mera pieza de un juego para conseguir los innumerables propósitos del ego. Tenemos una idea pobre del presente puesto que apenas lo vivimos. Breves fragmentos del presente son absorbidos por la compulsión de comprar tiempo y proseguir con el sueño inmortal del ego. Nuestra idea del presente es tan fugaz como un golpe de aire, tan perecedero como el periódico que mañana será papel mojado y tan superficial como un decorado de cartón piedra. No nos paramos en el presente y por tanto el presente sólo es una idea no una vivencia profunda.

Si pudiéramos vivir el presente de forma completa veríamos que el tiempo se expande hasta hacerse infinito. El presente es eterno porque es lo único que existe en la realidad. El pasado pasó y lo que queda de él es una memoria, en cierta medida frágil, que exalta unos datos negando otros dependiendo siempre de nuestro estado presente. El futuro, en cambio, sólo es una proyección de nuestra mente, un cálculo refinado de nuestros asuntos o una anticipación de nuestros deseos. Memoria o proyección, el pasado o el futuro no existen más que en la mente. El pasado recordado es el pasado que ahora recuerdo y el futuro proyectado es el futuro que ahora concibo, siempre en un ahora.

En el presente un instante nace y muere pero la eternidad vive por debajo. Es cierto que cambia la forma a cada momento pero en el fondo permanece nuestra consciencia de la misma manera que las nubes cambian pero el cielo azul que las contiene permanece intacto. El presente no es una interpretación de la realidad, no es un acumulo de datos desde nuestra torre de observación. El presente no se puede vivir desde la mente porque ésta sólo es un instrumento de medida de la realidad, necesario qué duda cabe pero vacío de esencia. El mente nos ha servido para hacer la mochila que tenemos que llevar en la travesía y nos sirve para manejar e interpretar la brújula para no perdernos, pero el presente es el caminar, paso a paso. Para vivir este paso y este otro, para sentir la brisa en el rostro, el sol que calienta la espalda no necesitas la mente, cuando llegas a la entrucijada sí, menos mal que podemos utilizar la mente como utilizamos las piernas, cuando las necesitamos.

El gran problema de nuestro ego, en este estado evolutivo en el que estamos en nuestras sociedades, es la identificación de la mente. Nos confundimos con los pensamientos, con las creencias, con la moral, con la imagen que tenemos de nosotros mismos y entonces perdemos el fondo, lo que verdaderamente somos. Siempre que estamos en la mente estamos en la ilusión del tiempo porque esa es precisamente su naturaleza pero el tiempo es una ilusión porque la vida es ahora y siempre ahora.

El ahora funciona como una rendija donde reconectarnos con el ser. El ser sólo vive en el ahora porque es intemporal y sólo queda revolcado por los reveses del tiempo en la medida que está fijado en la dimensión mental. La práctica del Ahora es una gran ventana al ser, un espacio infinito donde el ser puede brillar. ¿Cómo hacer esta práctica del Ahora?, la misma vida ya es la práctica por excelencia pero la tradición ha diseñado las técnicas de meditación para impedir, en la medida de lo posible, que la mente dispersa se escape de este increíble presente.

La meditación es en realidad un aterrizaje en el presente, no en el presente fantaseado sino en el presente real. Cuando te sientas y te paras lo primero que obsevas es tu velocidad de crucero, la agitación de la mente. La mente necesita el alimento que le llega a través de los sentidos que a su vez es la gasolina de nuestras fantasias. Si te sientas y te inmovilizas, si cierras los ojos y cruzas las manos lo que estás haciendo es replegarte en ti mismo. Si te das tiempo, mucho tiempo en quietud sintiendo la respiración y sólo eso, la mente se revuelve y se defiende pero al final, con la práctica, abandona el control.

Colocarte en la vertical es un buen símbolo de la actitud de estar presentes, ni desplazados hacia delante ni hacia atrás, es decir, ni en el pasado ni en el futuro. Cuando hay excesivo desplazammiento hacia el futuro notamos en la meditación mucha agitación, estrés, excitación, ansiedad y preocupación. El futuro puede ser tentador o amenazante y nos lleva lógicamente hacia el deseo o el miedo, respectivamente. Observar con ecuanimiad ese desplazamiento y ver cuánta fantasía colocamos en ese futuro es sanador. Si nos proyectamos tanto hacia ese futuro es porque no estamos seguros en el presente. La sabiduría nos dice que tengamos confianza en el despliegue de la vida, sólo puedes hacer lo que puedes hacer en este momento y si siembras bien en cada acto los resultados no tardarán en aparecer. No hay que preocuparse, sólo ocuparse cuando aparece el problema y claro está, ocuparte es la mejor manera de que no existan problemas.

En cambio cuando hay demasiado enquistamiento con el pasado notaremos en la meditación tristeza, resentimiento, culpa, queja. No se ha comprendido bien lo ocurrido y uno siente injusticia, ira, deseo de vengarse, uno se compadece a sí mismo y no abandona la culpa. Nuevamente la filosofía perenne nos llama al sentido común. El pasado no lo puedes cambiar pero sí puede ser fuente de aprendizaje. Las heridas se produjeron pero no se cerrarán si no hay un verdadero perdón que no es más que la liberación del peso del pasado, de nuestra historia, de la importancia personal.

Permanecer en el presente es lo único real. El trabajo de meditación es de no juicio. Ver la realidad tal cual es sin pelearte con ella que no significa, por supuesto, una resignación al estado ordinario de las cosas. Aceptación de lo que es, el mundo es como es, los seres humanos son como son, tú eres lo que eres, y eso no es un desprestigio sino la gran oportunidad de abandonar un juicio preñado de miedo y una apertura a lo potencial que reside en todo lo que hay. A menudo lo cotidiano cubre la dimensión extraordinaria de las cosas y nos perdemos la esencialidad de la vida.

Si hay un tiempo en el que podamos estar plenos, conscientes y con gozo es ahora. El único momento donde se puede dar la transformación es ahora mismo porque es el único tiempo que tenemos, la única realidad. Y con esta claridad nos sentamos en meditación, es ahora cuando hay que estar presente porque este momento que vives es el que es, permitiendo que sea, junto a ti que no eres parte sino todo. La verdad es que ni siquiera sabemos si estaremos vivos dentro de cinco minutos y el recuerdo de nuestra mortalidad es una condición sine quanum para que la meditación llegue a buen fin.

 

Julián Peragón

Antropólogo,
Formador de profesores de Yoga,
Director de la revista Conciencia sin Fronteras,
Creador del proyecto Síntesis, cuerpo mente y espíritu.

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En el límite

El águila ve nítidamente desde la altura; el pingüino nada velozmente tras el pez; el leopardo salta ágilmente sobre su presa. Sin embargo, el pingüino no puede volar a pesar de ser un ave, el águila no puede correr y el leopardo nada con mucha dificultad. Cada uno es hábil en su medio y torpe en los otros, tal vez porque, evolutivamente ha debido poner todos sus recursos energéticos en una estrategia de supervivencia, descuidando otros. O tienes patas o aletas, o alas o manos pero no todo a la vez porque la vida es economía y no desperdicia recursos.

Para un delfín un nadador es una escoba con gorro de baño, para una gacela el caminar de un pingüino es una payasada. Está claro, tenemos habilidades pero también debilidades. Desde su propia “tigreidad” un tigre es perfecto aunque no pueda leer a Cervantes. Precisamente si pudiera hacer lo que hace un humano perdería su especificidad.

La franja que sostiene la vida en el planeta es tan fina como una película de barniz sobre una esfera. Subiendo hacia las cumbres o bajando a los abismos marinos la vida se detiene, retrocede o desaparece. Hay unos límites que deben ser respetados para que la vida, al menos ésta que conocemos, pueda expandirse.

Es cierto que el ser humano se obsesionó con ampliar sus límites, tal vez en la comprensión que era un ser vulnerable, sin colmillos o garras, sin fuerza ni velocidad sucumbiría en medio de la selva. Cogió un palo y amplió la fuerza de palanca de su brazo, conquistó el fuego y pudo comer alimentos duros. Juntó troncos y pudo navegar y así poco a poco fue conquistando nuevas fronteras, nuevos horizontes terrestres y extraterrestres, culturales y tecnológicos.

El ser humano cree ser el Prometeo que robó el fuego de los dioses, quiere ser un dios con infinitas posibilidades y olvida, a menudo, su naturaleza terrenal. Se olvidó que es un ser desnudo, un mono con suerte, un aprendiz de brujo, olvidando que los límites son necesarios. En la astrología antigua Saturno tenía un carácter sombrío puesto que entonces era el último planeta conocido ya que sin telescopio no se podía divisar Urano, Neptuno y Plutón. Más allá de Saturno nos esperaba lo desconocido, el abismo insondable que podía hacernos desaparecer. Nos recordaba el símbolo que los límites son necesarios como protección a lo insondable.

Hay algo en el dolor que nos recuerda la naturaleza del límite. La función del dolor es la de avisarnos de una disfunción. Sin dolor la vida no se protege porque en su ausencia el instinto se vuelve temerario. Ahora bien, el exceso de dolor no sólo no protege la vida sino que la niega, la degrada, la destruye. Lo mismo le pasa a una sociedad excesivamente conservadora que pone el acento en la seguridad, en las respuestas ancestrales pero que termina por cortar las alas a los individuos y desprecia las iniciativas y la creatividad. Pero, por contra, una sociedad altamente progresista puede olvidar el necesario tiempo de integración de las innovaciones. Puede descuidar la lentitud de los ajustes ante los nuevos cambios reduciendo la tradición a puro folklore y las religiones a simples bagatelas.

Por el cauce navega el río, en la orilla golpea la ola, sobre la dura tierra se abre el fruto caído. En ese límite, en esa colisión existe la chispa de la vida. Buscamos limites segurizantes de pequeños que después, ya mayores, nos dedicamos con ahínco a destrozar, para crear otros nuevos y así sucesivamente. Parece que en su sueño inmortal al ego no le gusta el límite, se frustra ante su inmovilidad puesto que le quita la visión de todo el horizonte. Un anciano no puede subir las escaleras, alguien vive una soledad no deseada, una niña no consigue la bicicleta que ansía, un joven no supera un examen, una persona no puede comprar una casa que necesita. Es cierto, los innumerables límites se cuelan en los recovecos de lo cotidiano.

En primer lugar hay inmadurez cuando negamos el límite que nos encontramos, lo reducimos con nuestra prepotencia o lo ninguneamos con nuestra inconsciencia. Somos capaces de hacer una dura travesía de montaña sin estar preparados o de conducir un coche estado bebido. Forzamos el límite, lo tuteamos y le decimos que a nosotros nadie nos da explicaciones.

Nos pasa a nosotros, pobres mortales, y les pasa a las grandes potencias que provocan una guerra en medio del desierto sin conocer bien el laberinto que pisan, las consecuencias a medio y largo plazo que esa acción conlleva. Le pasa al fumador empedernido que argumenta que su tío Pepe fumó hasta los 90 sin ponerse nunca enfermo. En realidad somos atrevidos cuando iniciamos una relación todavía con los hilos sueltos de la anterior, sin conocer al otro al que fantaseamos y sin haber aprendido de la experiencia. Se muestra inocente delante del límite aquel que no lee la letra pequeña de lo que firma o el que se siente grande con una tarjeta de crédito aunque en realidad no domine las pequeñas matemáticas de su cuenta corriente.

Al otro lado también hay inmadurez cuando vemos al límite sobredimensionado y nos escondemos bajo su sombra. Asustarse al ver los hocicos de una hipotética resistencia, claudicar ante el primer envite, no soltar las amarras ante la sospecha de una temible tormenta. Igual de preocupante es darle una patada al límite sin miramientos como no poderle mirar cara a cara al sentirse impotentizado ante su presencia. Uno se hace minúsculo cuando el dejar de fumar o el hacer dieta se hace tan cuesta arriba que toma tintes dramáticos. La blandura se cuela hasta los huesos, la inseguridad se lleva hasta la suela de los zapatos, la indecisión se antepone al carácter.

Toda la vida queriendo dejar un trabajo mediocre o una relación conflictiva. Toda la vida siendo un soñador ante la almohada pero ejerciendo de bombero para apagar los rescoldos de esos sueños por la mañana. Somos temerosos ante la contundencia de los límites pero también como colectivo, aquí o al otro lado de los mares, mantenemos dictadores y democracias descafeinadas por no levantarnos de una vez todos a una.

Pero, no obstante, cabe una tercera posibilidad, una mayor comprensión de la realidad para no estrellarnos contra ella, para no sucumbir ante sus garras. Es necesario comprender la naturaleza del límite de la misma manera que el cazador observará los hábitos de su presa para poder acecharla con posibilidades de éxito. Acercarnos al límite con prudencia pero también con inteligencia.

Una vez tenemos clara la naturaleza del límite hay que escucharse para saber cuál es nuestro punto de partida, saber, al menos, qué recursos tenemos, con cuánta fuerza disponemos, si vamos solos o acompañados. Por poner un ejemplo, hay que saber cuánto mide el foso que queremos saltar y cuánta carrera tenemos que coger para saltarlo sin caer por el precipicio.

Pero, a mi entender, lo más difícil, es saber qué pasos, qué etapas debo recorrer para llegar al límite, llegar a mi objetivo, y traspasarlo. Miles de millones de años hasta que apareció la vida, cientos hasta que aparecieron los vertebrados, y unos cuantos más hasta nuestra aparición como homo sapiens. La evolución es lenta, la consecución de fines necesita tiempo, desarrollar un ala efectiva hasta que vuele el primer animal necesitó paciencia y seguramente muchos intentos.

En nuestra dimensión es posible que muchos fracasos ante nuestros objetivos sean falta de paciencia, dificultad de escucha y pobre estrategia.

Hay quien come con la vista y se sirve en el plato lo que después el estómago es incapaz de asumir. Teniendo en cuenta esta anticipación de los sentidos, o la generosidad de nuestra fantasía, o quizá la desmesura de nuestros deseos es conveniente, y hasta imprescindible, servirse de a poco e ir viendo la realidad que se presenta, la digestión de nuestro intestino, por seguir con el ejemplo que proponíamos.

Mover pieza y ver qué reacción se produce, comprometerse a lo que de verdad uno puede atender, ser como la ola que sólo aspira a lamer la piedra pero que el tiempo después certifica su creativa erosión. Uno de nuestros males es la prisa, la precipitación, no sabemos lo que sabe el campesino que las cosechas sólo se cosechan cuando es su tiempo, y también que hay buenas y malas cosechas porque la vida se mueve en una impermanencia eterna.

Llegar frente al límite, ver su dimensión y todo lo que le ata con la totalidad, donde nosotros mismos estamos. Reconocer el límite en nuestro interior y respetarlo porque guarda secretamente tesoros escondidos porque, como decíamos, nos protege de una inmensidad excesiva. Ahora bien, la protección también limita así como los cinturones sujetan pero también aprietan. Cuando se produce una necesidad de crecimiento el límite se vuelve asfixiante y merece todo nuestro empeño y tesón en diluirlo. Ampliar el límite para que se vuelva silencioso sin necesidad de destruirlo, dialogar con él para que nos hable de nuestra parte escondida, recostarnos sobre sus espaldas para que se ablande.

A menudo la impermeabilidad de un límite es debido a un abordaje erróneo como todos sabemos no podemos romper un huevo desde su polo, en cambio sí es posible desde su ecuador. Un límite deja de serlo cuando hemos encontrado una respuesta creativa. Alguien inventó la luz eléctrica entonces la oscuridad se hizo más pequeña.

Julián Peragón




Mundo chato

Sabemos que la tierra gira sobre su propio eje a más de mil seiscientos kilómetros por hora pero la tierra que pisamos, tradicionalmente, es el símbolo de lo fijo y estable. La física cuántica nos ha dicho que la materia no tiene nada de material, que todo es vacío, que dos piedras cuando chocan en realidad no hay nada que golpee sólo fuerzas magnéticas que se repelen. Los científicos sociales nos recuerdan que las razas no existen, que sólo hay diferencias en el fenotipo pues formamos parte de un único tronco genético. Sin embargo, la raza está presente en el sentimiento patriótico, en los conflictos internacionales y en la autoimagen que cada uno tiene de sí.

Miramos la ola e interpretamos “columna de agua que avanza” y nos olvidamos que la ola no es nada sin el ancho mar y sin el viento. Pensamos que la ola es “agua que viene o que va” y sin embargo sólo es información que atraviesa el agua, onda que se transmite gota a gota. Nos sentamos debajo del árbol sin percatarnos que árbol en realidad es raíz, tierra fértil, lluvia fecunda, fotosíntesis, nicho ecológico y guarida de depredadores, entre otras muchas. Por seguir con los ejemplos naturales, la nube es condensación y disolución de la humedad ambiente, qué duda cabe. Pero es también, si me lo permitís, redistribución del agua, sombrilla bienhechora del castigo solar, presagio tormentoso en el horizonte o plastilina aérea de fantasías infantiles.

Nuestra mente profundamente económica nos hace trampas al constatar la realidad. Ve elementos donde hay conjuntos y ve estados donde en realidad hay procesos. Confunde la imagen de la superficie con su profundidad y olvida que el instante no explica la globalidad.

Cierto que es costoso (e incómodo) preguntarse qué hay detrás de una hamburguesa, detrás de un tomate transgénico, detrás de una prótesis mamaria, detrás de una vacuna, detrás de un mitin, detrás de una guerra, una noticia, un manicomio, un crucifijo, un escaparate, etc. Ahora bien, vivir sin preguntarse qué son las cosas, de dónde vienen y adónde van, es, cuanto menos, peligroso. Creer en las apariencias es el camino más fácil para perder libertad.

A estas alturas, el problema no está en las grandes mentiras que nos ofrece un sistema porque esas mentiras toscas rechinan con el paso del tiempo, se descubren ellas mismas como un elefante en una cacharrería. El problema está en las medias verdades que certificamos en nuestro inconsciente, en las verdades que sólo ofrecen una cara, en las pseudoverdades que encubren luego nuestras motivaciones inconfesables. ¿Quién no suscribiría que el mundo es peligroso, que la juventud es un tesoro divino, que el trabajo dignifica? ¿Pero nos hemos preguntado cómo nos han manipulado gracias a esas “verdades”?

Con qué facilidad decimos yo, yo deseo, yo tengo, yo soy ésto o aquéllo. Hay pocas cosas aparentemente tan sólidas como el yo. Si atinamos a preguntarnos por la naturaleza del yo y por sus reveses encontraríamos, por poner una analogía, las mismas verdades de la física cuántica que al indagar sobre la materia descubre que no hay “casi” nada acerca de ella.

Cuando decimos tan descaradamente yo, no recordamos que el yo se empezó a construir ante un dolor primario. Es posible que la inmensidad que nos rodeaba amenazara con la desintegración, y más aún cuando el suelo afectivo era carente. Nos comprimimos en un yo para no desaparecer (y esto, en principio, no tiene nada de patológico), lo hicimos como sobrevivencia emocional, para saber cuál era la diferencia entre el mordisco en la mano de la muñeca (que no duele) del mordisco en nuestra mano (que sí duele).

Tuvimos que fortalecer el yo al descubrir nuevas estrategias de reconocimiento, de captura de atención y de mejores privilegios. Aprendimos que los recursos son finitos y que había que seducir o someterse, hacerse el simpático o ser perfectos para ser “alguien” y no ninguneados, para que “nos hicieran caso” y no ser olvidados, para “ser queridos” y no despreciados.

Sabemos que no hay dos gotas de agua iguales en el universo. La cristalización hexagonal del agua es infinita. Lo impresionante es que esa cristalización coge las cualidades del entorno, absorbe la vibración que le llega. Es como si el agua nos quisiera decir que la vida es un texto que hay que leer y comprender. Todo es información codificada. Un experimento realizado sobre unas semillas a las que se midió su campo electromagnético concluyó que las semillas tenían un campo energético similar al de la planta adulta. Mensaje profundo que insinúa que la vida abre un cauce preciso al crecimiento, tal vez a la evolución.

¿Quién no ha pensado alguna vez que detrás de un bostezo o de las ganas de estirarse se oculta un deseo fisiológico de ampliar la respiración? ¿Cómo no otorgarle al cuerpo la suficiente sabiduría para restablecer su equilibrio perdido a través de la enfermedad aguda? ¿Quién dice que detrás de un síntoma el cuerpo sentido no se coloca en una posición inmejorable para purificarse?

Hay un mundo chato que nos viene a decir que la realidad es lo que vemos de ella pero la realidad es una construcción mental que está, lógicamente, consensuada, en parte, por muchos otros formando una realidad social. Más que ver en la realidad buscamos en la “realidad” lo que encaja en nuestros presupuestos previos. Decimos que la “gente es mala” y encontramos (porque buscamos) personas desgraciadas que certifican nuestro prejuicio.

El mundo aparece lineal porque nos defendemos de la complejidad de la vida. La misma negación de nuestra interioridad hace de espejo a una realidad pretendidamente “exterior” cuando, en realidad, sólo vemos de lo exterior lo que nuestros conceptos acerca de lo que es la vida permiten.

Cuando observamos la luna queremos, artificialmente, separar lo que es objetivo de lo que es subjetivo, sin darnos cuenta que objetivo y subjetivo son eminentemente categorías culturales. Es cierto que la luna es un satélite para un científico, pero no es menos cierto que ha sido un reloj para muchas tribus. La luna puede ser fuente de inspiración, metáfora del alma, duende infantil o símbolo astrológico. Y lo importante aquí no es tanto si nuestra visión de la luna (o de la realidad) sea más o menos científica, sino si nos acerca o aleja de la “verdad”, de esa verdad que es nuestro proceso vital.

A través del mundo chato vemos la realidad como a nuestra imagen y semejanza. Falta la relatividad suficiente para ponernos en la piel del otro, para comprender otra lógica que no sea la nuestra, para intuir que lo que no vemos y lo que no sabemos es infinitamente mayor de lo que creemos. En el mundo plano todo es según aparece a los sentidos, las circunstancias son aleatorias, los procesos son simples, las personas son buenas o malas, feas o guapas, ricas o pobres, amigas o enemigas. No hay claroscuros.

En el mundo lineal olvidamos a menudo que nuestros actos tienen consecuencias, que estamos en medio de la evolución y que las creencias son un filtro ante la realidad. Olvidamos con demasiada frecuencia que nos engañamos, que somos ilusos, que nos puede el miedo. Olvidamos hasta tal punto que no recordamos que somos mortales y que nuestras victorias y ganancias serán como el polvo del camino, nada de lo que vanagloriarse.

Para salir del mundo chato hay que abrir el horizonte vital, percibir la profundidad de la vida y poner matices, esos matices que curan el maniqueísmo y rompen la literalidad a la que nos hemos conformado. Cierto que un suceso tiene una lectura literal pero, rastreando, podemos encontrar otra alegórica, y otra más arquetípica o esencial. Las cosas son lo que son, de entrada, teniendo en cuenta el punto de vista del observador. Cuantos más elementos contenga ese punto de vista y más amplias sean las categorías de interpretación, mayor realidad podremos inferir.

Cuando comas algo ten en cuenta si es sabroso o te gusta. Pero también si le sienta bien a tu cuerpo, es decir, si es nutritivo. Si es un alimento fácil de conseguir y si tu bolsillo se resiente. Si lo comes porque quieres o porque la presión mediática ha sido demasiado fuerte. Ten en cuenta si la comercialización produce un comercio injusto, si los envoltorios son reciclables. Ten en cuenta si se talan árboles para cultivar ese producto. En definitiva, decide desde el estómago pero también desde el planeta. Sin obsesionarte, sin culpabilizarte, decide teniendo en cuenta el máximo de dimensiones posibles de la “realidad”.

No se trata de resignarse a ser víctima de nuestros condicionamientos, más bien, ser conscientes de ellos para utilizarlos como punto de palanca para un mayor crecimiento interno. Si pudiéramos hacer siquiera el esfuerzo de tener en cuenta simultáneamente nuestro punto de vista y el del otro quedaríamos liberados. Si contempláramos a la vez que somos un bebé recién nacido y un anciano a punto de morir, que somos todo y que paradójicamente no somos nada, que somos mujer y también hombre, que somos mortales e inmortales, que todo es real y a la vez, que todo es sueño, entonces, digo yo que entenderíamos mejor la no dualidad, o al menos, un poco más a nosotros mismos.

Julián Peragón




A través de la sombra

El punto de partida es precisamente este momento, este ahora para cada uno de nosotros. Un aquí y no un allí, un ahora y no un antes o después, es decir, nuestra realidad sin maquillaje ni fantasía. Aunque, a decir verdad, para la mayoría de nosotros el punto de partida es precisamente la dificultad de saber en qué punto nos encontramos.

Por así decir, hemos perdido el mapa y primero hemos de encontrarlo antes de empezar a caminar. Sin brújula iremos desorientados, sin mapa no sabremos desde dónde marcar el itinerario, sin un equipo adecuado no llegaremos lejos. No está mal reconocer que ese punto de partida es exactamente una cierta confusión o desorientación, una mayor o menor irrealidad en nuestro proyecto vital o un nivel de sufrimiento más o menos camuflado. Reconocer esto es realmente un paso de gigante en nuestro crecimiento personal.

Todos hemos pasado, y seguimos pasando, por la etapa de “la inconsciencia de la inconsciencia” donde atados a la rueda de la vida somos arrastrados por las circunstancias, persiguiendo la suerte o evitando la desdicha, fascinados por la zanahoria como ideal inalcanzable que tenemos delante o temerosos del castigo del palo ejemplificado como nuestras evitaciones, en definitiva, empujados por el deseo o golpeados por el destino. Etapa inconsciente donde no hay una clara conexión entre motivaciones y circunstancias, acciones y reacciones, deseos y resistencias, donde un mundo interno va a la deriva y otro externo es despojado de toda medida.

Sea como sea, uno se da cuenta que el sufrimiento no es un castigo de dioses o un revés ciego del porvenir sino que tiene unas raíces. Darse cuenta es entrar en la etapa de “la consciencia de la inconsciencia”, algo así como mirar debajo de la alfombra o sacar a la luz lo que habíamos guardado en el armario. Mirar de pleno nuestras compulsiones no es precisamente una alegría. Ver nuestras dependencias o reconocer nuestros autoengaños nos produce temor. Llevar la mano de la conciencia a la espalda y encontrarnos con una cola de diablo (imagen que nos da el esoterismo) no es nada consolador.

La sombra que nos habita (hablando en términos junguianos) es inmensa pero lo terrible no es su oscuridad sino nuestra fantasía acerca de ella. La sombra es amenazadora porque diluye las fronteras de ese personaje social que hemos construido y con el que nos identificamos. Pero en realidad la sombra es el verdadero aliado que nos susurra que somos mucho más de lo que imaginábamos, que las fronteras entre uno y el otro y con el mundo son puro miedo a disolvernos. La sombra nos recuerda que el misterio no puede ser amordazado, reprimido o negado, pues tarde o temprano «eso» que hemos olvidado o marginado de nosotros mismos tomará su propia venganza.

El mito nos recuerda que el monstruo encerrado en el laberinto reclama el sacrificio de jóvenes inocentes periódicamente. Esa sangría inhumana sólo se puede parar entrando en el laberinto y matando al monstruo contrahecho de cabeza de toro y cuerpo humano. Un engendro que insinúa que “algo” perverso ha cambiado el orden natural. Después el mito nos recordará sabiamente que sólo el amor podrá restablecer el orden perdido.

Atravesar el laberinto es hacerse cargo de la propia sombra, de los meandros por donde circula nuestra mentira, de la cárcel que impone nuestro poder. Y sólo la búsqueda de la verdad nos acercará al centro, a un encuentro cara a cara con la otredad que nos vive, disfrazada de ferocidad pero que en el fondo es la máscara contrariada de nuestra inocencia.

Cuando uno reconoce que sí, soy egoísta, sí, soy manipulador, sí, camuflo mis intenciones, sí, quiero poder a toda costa, sí, hago un cálculo en el amor, sí, me creo superior y mejor que los demás, sí, sí, sí, entonces, paradójicamente, se abre la puerta del cielo. No sólo porque el camino al infierno esté empedrado de buenas intenciones, es que la virtud sino es un gesto espontáneo es en realidad una tapadera de nuestra sombra.

El primer paso hacia la virtud no es un movimiento de elevación sino de descenso. El árbol debe profundizar en sus raíces si quiere airear sus ramas en el cielo. Tenemos que desenmascarar al ego, bucear en la sombra hasta desactivar el mecanismo involuntario de defensa ante un dolor muy viejo, un sufrimiento no aceptado ante la carencia, la incompletitud, la falta de amor, la certeza de la muerte.

Desactivar el mecanismo automático que llamamos neurosis es, por fin, aceptar lo real, la vida y la muerte, el placer y el dolor, el encuentro y la despedida. Aceptar que nuestro control es muy limitado, que en nuestra decisiones decidimos más bien poco, que al amor no sólo nos enfrentamos con grandeza sino con especulación. Comprender que no estamos seguros de casi nada, que hemos aceptado como bobos muchas verdades que en el fondo no son más que rumores, consignas de una sociedad uniformadora y coercitiva.

Justo cuando uno ha tocado fondo, cuando la máscara se ha resquebrajado, el batiscafo de nuestra consciencia toma impulso de elevación. Porque en la sombra también habita en nuestra locura creativa, nuestra originalidad, nuestro coraje, nuestra rebeldía ante una nueva imposición, nuestra capacidad de entusiasmo y apasionamiento. En la sombra descubrimos que no somos normales porque el alma y su proceso son únicos e irrepetibles, que a pesar de algunos condicionamientos transmitidos por nuestros padres y educadores hay una chispa de lucidez que sabe reconocer lo esencial, una intuición que acierta con el camino a seguir.

Qué paradoja, en la sombra descubrimos que también está la luz. Vivimos en la penumbra del ser porque el miedo a la muerte es simultáneamente un miedo a la vida. El miedo a la sombra es un temor a la luz, o dicho en otras palabras, la sombra es la resistencia a la luz cuyo brillo destapa nuestros asideros de la dependencia, una luz que tememos que nos desvele, vulnerables, inocentes. inseguros, con conciencia de la culpabilidad y, como no, mortales. Aunque en el fondo esa luz, luz de la consciencia, nos recuerde que en nuestra esencia somos inmortales.

Ahora bien, ¿quién quiere cargar desde la tímida conciencia oral con el peso infinito de la inmortalidad? Por eso decimos que la sombra es la resitencia a la luz, y en últimas, no existe como tal. No es más que luz condensada, energía bloqueada, atención dispersa. Basta la llama de una vela para disolver toda la oscuridad de una habitación, basta un darse cuenta para que el proceso de deshielo se inicie, para que el síntoma no tenga donde agarrarse para mostrar su enfermedad.

Decíamos de pequeños, ¿quién se atreve a pasar por el pasillo oscuro?. Y ¿quién, de nosotros, quiere atravesar el túnel de nuestros miedos?. De entrada, nadie, a menos que uno conecte con «algo» mayor que le empuje a dar el primer paso.

Julián Peragón