La cercana intensidad de Todo

A veces uno dice Yoga y no dice nada; dobla perfectamente el espinazo hasta los pies fríos sin arquear las rodillas; cuenta las respiraciones de una a una en un preciso ritmo cuadrado o repite un Om largo en postura de loto y no vislumbra nada. Hay algo que se nos niega aunque nos ofusquemos en los conceptos espirituales más excelsos o le saquemos brillo a las mismas palabras grandilocuentes a modo de bandera pues las primeras certidumbres de esa otra realidad anunciada, el sabor mágico de algunas situaciones o el empeño en las técnicas trascendentales, parece ser, no aseguran mucho.

Quien sabe si esto de la salvación espiritual o de la realización personal o de la iluminación no fuera una ginkana o un laberinto donde cada puerta o cada atajo del camino plantea nuevas dudas o abre más senderos. ¿Cómo seguir resolviendo esas mismas pruebas que nos trae la vida con las mismas llaves, las mismas respuestas aprendidas que antaño abrieron otras?.

¿Seguiremos diciendo Yoga con el mismo énfasis, con la misma terminología, con la imagen de altos vuelos espirituales, el sacrificio de los sentidos, la dureza de la práctica?. Entonces, ¿qué será el Yoga si hemos de recordar la filosofía perenne que habla de la impermanencia, de la única realidad del aquí y ahora?. ¿Qué será la espiritualidad para nosotros, de carne y hueso, lejos de las cumbres nevadas y de los complicados libros sagrados antiguos?. ¿No podremos encontrar realidades más cercanas que nos remitan a ese Todo del que los místicos hablan, o tal vez, siquiera, reconocer momentos de éxtasis que la vida nos trae con frecuencia sin pensar que esos momentos no son lo que deberían o no tienen suficiente altura?. ¿No será necesario replantearnos una vez más qué será para nosotros esa espiritualidad que promete, entre otros, el Yoga?.

Cuando hemos podido relativizar rituales, comprender dinámicas de vida que dieron forma a las tradiciones, colocar en su sitio a las técnicas y desmitificar a los héroes y los gurus que hablaron de lo mismo, la luz sobre el Yoga se vuelve más real y con ella nosotros mismos. No por ello esa piedra preciosa que es el Yoga pierde valor, al contrario, su esencia se vuelve más diáfana al quedar desenmascarado el resto. Hablemos del Yoga como del encuentro con la propia Profundidad, esa actitud que sin perder las raíces con lo estable y sólido de la vida, permite remontarse hasta percibir la globalidad de la misma.

Hablemos también de Intensidad, de esa intensidad que surge cuando somos capaces de parar la «máquina» de la mente acelerada, el cuerpo estresado y compulsivo. O tal vez, tendríamos que hablar de Presencia, de esa capacidad de estar en cada momento, completo, sin escapes ni subterfugios. O de Escucha, una mirada límpia para poder aceptar los propios límites, los inevitables errores. Comprensión desde donde anclar la sabiduría que alumbra el camino; Poder necesario para vivir y para devolver todo (y más) de lo que uno ha recibido; Compasión para no olvidarnos que los otros son parte de uno y en el que la solidaridad ya no es un mero gesto de buenas intenciones. Sensibilidad para que los opuestos (razón y sentimiento, masculino y femenino, cuerpo y mente, profano y sagrado, consciente e inconsciente, individuo y sociedad), eternamente enfrentados, se armonicen en un movimiento creativo y de crecimiento. Coraje para que la muerte deje de ser un miedo permanente y se convierta en la artífice del misterio, de lo irrepetible, de lo peculiar que cada uno se llevará consigo. Y sobre todo Amor a todo lo que vive, el respeto por la diversidad, y la sensación de que hasta la más pequeña hoja al viento forma parte del gran mosaico de la vida.

En todo caso, no importa, cojamos todas estas palabras y borrémoslas del mapa. Empecemos de nuevo una y otra vez. Cualquier âsana, situación hipotética en la vida creará sus necesidades, su lenguaje, sus formas de adaptación y resolución. Vendrá alguien y estructurará un método, otro guardará silencio, y otro más pondrá poesía. En esto de la espiritualidad lo único seguro es que siempre habrán hojas voladas por el viento.

Julián Peragón

 




¡Buen Camino!

Peregrinar
Peregrino hace alusión a “peligro” (periculum) pero también habla de experiencia y de aprendizaje. El peregrino será aquél que afrontando diversos peligros transforma su experiencia en sabiduría.
Siempre aparece la polémica entre quién es verdadero o falso peregrino. Ciertamente el Camino, como casi todo, se ha vulgarizado. Ya no se encuentran las esencias puras y todo se encuentra mezclado, revuelto.

La indumentaria del peregrino no hace al peregrino. El turista abunda pero quién sabe si no acabe el Camino como peregrino “auténtico”. Y es que tal vez hay infinitas formas de realizar ese camino.

Está la vanidad de hacer perfectamente el camino pues éste admite el control estricto de cada etapa, de cada aprovisionamiento. Hay también la lujuria de buscar cada vez una mayor intensidad en kilómetros, o un mayor esoterismo en los capiteles de las iglesias.

El Camino proveerá de experiencias, sin duda, a cada cual las suyas. Las circunstancias son neutras a menos que las convoque el alma pues no hay enseñanza sino hay alguien que está sensible a esos aspectos que desgrana el destino. Tal vez es la conciencia la que marca una frontera donde se dan las experiencias.

Yo no sé muy bien si fui turista o peregrino. No podría hablar de historia ni abordar esa erudicción que tan bien está plasmada en tantos libros. Lo único que podría hacer es hablar de esas pequeñas cosas con las que todo peregrino, turista o no, se encuentra a diario. No podría hablar de la gran espiritualidad aunque sí de esa otra espiritualidad que le da sentido a los actos aparentemente intrascendentes con los que se encuentra el caminante, ponerse las botas, colgarse la mochila y empezar a caminar.

El Camino
El Camino es en realidad mi camino, el camino de cada uno pues sería imposible substraernos de nuestra subjetividad. Paso a paso se hace ese camino que, aunque señalizado fuera, exteriorizado en una ristra de pueblecitos e iglesias, sólo está en un imaginario propio y/o colectivo.

El camino va recto o serpentea, sube o baja, se vuelve arisco o benevolente, circunstancias que hay que atravesar. La único que no pertenece al camino es el muro transversal. Todo lo demás es sorteable, caminando, corriendo o a gatas.

El camino es también lo que media entre las expectativas y la realidad, entre el deseo y su resistencia, la incógnita del principio y la esperanza del final.

La Pisada
Es curioso como el acto de caminar implica lo cercano y lo lejano en una conjunción armoniosa, cuando se da. Hay que seguir la pisada, el minúsculo relieve del terreno, la piedrecita, el caracol. Pero la pisada, si fuera obsesiva, caería al precipicio, por falta de perspectiva. Por el contrario, sólo paisaje, mirada altiva, está abocada al tropezón, como en la rutinaria comicidad de la vida.

Está el paso pero también el horizonte, el paisaje y el camino se alzan como ritmo y melodía de un buen caminar. ¿Miopía a lo global, temor a lo cercano? La pisada es al instante lo que el paisaje es a lo perdurable; fugacidad y eternidad en la seguridad de la huella que deja un pie y en la levedad en remontarse del otro.

¿No nos han dicho alguna vez que lo fijo en el firmamento se debe actualizar en un aquí y ahora móvil?

Las dos orilla
A veces olvidamos que la vida tiene dos orillas. Nacemos en una barca y la corriente nos lleva indefectiblemente a la muerte. El Camino también tiene dos orillas, dos bordes que corren parejos.

Ese doble filo del camino es claramente una metáfora. El Camino está fuera y simultáneamente dentro, corre por sus lindes la realidad pero también la irrealidad. Podríamos decir que sólo en el horizonte esas dos orillas se encuentran en un punto, ahí se mezclan aridez y espejismo, solidez e ingravidez.

Lo objetivo y lo subjetivo siempre van juntos porque no existe lo absoluto, no hay un objeto sin sujeto, y cada cosa tiene su contraparte.

Pues bien, entre una orilla y su opuesta estás tú, lo mismo que entre el cielo y la tierra. Cada uno de nosotros es un punto móvil que puede mediar, si hay consciencia, entre los opuestos. A cada paso pueden dialogar el Mundo y el Alma, en cada recodo fundirse el Cuerpo y el Espíritu.

Desde el Corazón
Ese punto medio del que hablábamos es claramente el corazón, a medio camino entre arriba y abajo, entre izquierda y derecha. El corazón que es puerta de un sentir mayor se nos muestra como acorde entre sístole y diástole, lleno y vacío, dentro y fuera. Tal vez ahí se produce la alquimia del camino.

Las arritmias del carácter, las irregularidades del camino deben resolverse en el Corazón. El latido impulsa, funde, baila con el paso ¿no es cierto que los pies y las piernas mueven el corazón?

Pero eso sí, hay un corazón físico y otro anímico, y uno más espiritual. Quizás por eso, ni la fatiga de las piernas ni los mareos de la mente nos deben confundir. Es el Corazón quien camina. Si el camino no tiene corazón todo es mero descampado con señales. Hay que leer pues el Camino con os ojos del corazón para descubrir las mentiras y las ilusiones.

(Un desvío casi anecdótico nos lleva a Eunate, ermita templaria del siglo XII. Piedra y símbolo. Interioridad y arrobamiento. En realidad, primera piedra de un camino interior)

La meta
Vamos a Santiago, el Santo Sepulcro, a unos 750 km de la partida, Roncesvalles. Y aunque quedan tantos y tantos kilómetros el camino es medio y simultáneamente meta. En realidad no te lleva a ningún sitio, acaso a ti mismo. Es una paradoja. Santiago ya estaba dentro de ti antes, durante y al final de la travesía.

El camino te acerca un poco más a ti mismo pero también te recuerda que tú ya eres en este preciso instante. A cada paso llegas a ser, siendo, reafirmando un bucle eterno. Pero claro, nuestro yo necesita de esa meta allende los pasos.

El templo, la tumba, lo-que-sea-sagrado se convertirá en la meta por excelencia. Aquello se convertirá en el lugar privilegiado para hablar con Dios. Lugar apto donde doblegar las vanidades para que descienda la Gracia, donde se fundirá el odio para que se expanda el amor.

Esfuerzo heroico
Pero ese lugar no puede estar a la vuelta de la esquina ni formar parte de lo cotidiano, ya que pertenece al mundo mágico, aquel que tiene las claves de una posible transformación.

Sólo el héroe inicia un camino sin condiciones. En esa entrega sacrifica lo viejo por lo nuevo, lo anecdótico por lo esencial. Habrá un esfuerzo sobrehumano (por ejemplo caminar 40 km diarios con peso y quizá mal tiempo) pues se trata de eso, de superar lo estrictamente humano y codearse con los dioses.

Con coraje, con amor y sabiduría se enfrentarán todos los obstáculos. Aparecerán las ampollas y las tendinitis, las dudas y los cansancios, las malas compañías y las tentaciones. Todo formará parte de un camino iniciático donde uno, eso esperamos, se volverá sabio.

Alguien dijo que el ser humano tenía tres poderes: puede esperar, puede ayunar y puede pensar. No es posible afrontar el camino con los mismos ritos cotidianos, con las mismas exigencias de la vida diaria. Hay que esperar el momento oportuno, el inicio de la marcha, el lugar de reposo. Hay que ayunar cuando quizá el instinto no lo pretenda. Hay que pensar para no precipitarse, para no decir lo que de verdad uno no quisiera decir.

Los poderes que desarrollamos nos llevan a la templanza, a la armonía de los opuestos, la excelente administración de nuestras fuerzas.

Una lucha dentro de otra
La lucha empieza por la mañana a las 6 AM cuando te despiertas y haces la mochila a oscuras. Empieza la lucha con el desayuno que te ha prometido el hospitalero y descubres la triste realidad: aguachirri de café, pan semiduro, mermelada de baja calidad.

Bueno, y empiezas a caminar siete u ocho horas hasta llegar al refugio. Es una lucha brava, apenas unos respiros y algo que mascar. El peso de la mochila se alinea con el dolor saltarín que va de un pie a una rodilla, de una articulación a un tendón. Por fin vislumbras el final de etapa, pero, lamentablemente no nos damos cuenta que otra lucha toma el relevo.

Ahora habrá que decidir y a qué albergue irás, en qué restaurante comerás, si tendrás la suerte de encontrar plaza en el refugio, si tendrás colchón. Tendrás que pelearte con la ducha que no funciona, con la abundante suciedad y con el carácter del hospitalero. La convivencia no se hace fácil cuando duermen muchos en una habitación y sólo hay un servicio.

Una lucha sucede a la otra y se intercambian las intensidades de dureza o de acogida. Es cierto que la lucha es casi interminable, cómo sino, apareció la vida en medio de lo estéril. Lucha, que por otro lado, no tiene que ser cruenta.

El camino es lucha pero, en cierto modo, aparece como juego iniciático, preparación a la verdadera lucha que es la propia vida. Sí, aquello que está tras el barniz de la dulce cotidianidad es, en el fondo, una terrible lucha. Ser alguien, tener éxito, formar una familia, cultivarse, mantener unos lazos sociales y participar en una sociedad cambiante, no es pan comido. Ya lo demuestra la ingente cantidad de personas trastocadas mentalmente o neurotizadas dentro de lo que llamamos normalidad.

Así que, tras el camino nos espera retomar la lucha (la verdadera si se nos permite) pero, eso sí, con más ahínco que antes.

Tiempo y distancia
Veo atletismo comiendo un bocadillo en un bar del Camino. Es curioso que la competición retransmitida como espectáculo consista en correr más deprisa, saltar más alto, levantar más peso o lanzarlo más lejos. Y probablemente el alma infantil se entretiene en esas proezas como si el tiempo y la distancia tuvieran el valor meramente de su peso. Si se puede medir entonces tiene valor.

La vivencia es inefable para la mirada objetiva, se desecha como se desecha aquello que por su complejidad es desmedido. ¿Qué pasaría si discutiéramos del valor del amor o de la libertad?

Vivimos en el mito de la rapidez; si es rápido es bueno. Trabajar rápido, viajar rápido, comprar rápido. Hoy, una velocidad de 100 Mhz en tu ordenador, mañana mil. Rápido y miniaturizado. Aunque sería absurdo oponerse a las ventajas de nuevas técnicas depuradas, nos olvidamos de algo básico. Los ordenadores de hoy son mucho más potentes que los utilizados por la NASA cuando enviaron el primer hombre a la luna, pero, no por ello, la estupidez ha disminuido en la misma proporción. Se lee poquísimo, se escribe mal, pocas ideas y muchas opiniones. No se matiza en el discurso, no se escucha, no se indaga. ¿Qué haces con un ordenador entonces si la capacidad creativa está mermada?

Hoy coges el avión y en unas horas estás en otro continente, con otro clima, otras gentes y otras costumbres. Pero el alma es más lenta que la mente, ¿cómo asimila esos cambios?

El nómada de todas las épocas, el viajante de tiempos remotos viajaba a pie o en carreta, en barco de vela o en camello. Se atravesaban las regiones con la lentitud de los planetas. Daba tiempo para comer, dormir y hablar en cada pueblo, en cada feudo.

Ese avión o ese tren bala nos lleva a menudo a una especie de arrogancia. Quizá sería interesante valorar en su justa medida, física y anímica, el salto dimensional del tiempo y el espacio al subirse en un avión.

El Camino de Santiago nos obliga a volver a valorar una dimensión perdida, la más humana, la de a pie. Nunca olvidará el peregrino lo que son 30 o 40 kilómetros caminados en un día. Tampoco lo olvidarán sus pies doloridos. Pero en esa medida pausada, en ese arrastre de rocas y piedras, paso a paso uno recobra libertad. Aunque seamos seres dependientes de un sistema tecnológico, de un coche y unos botones que ponen todo en marcha, el caminar es, por unas semanas, la liberación de estructuras sobre estructuras.

Cuando se para el tren en las vías, sabes que eso depende de algo complejo, electricidad, coordinación humana, revisión de las vías, motores, etc, etc. Y ahí el alma humana se siente pequeña, la frustración también se deja caer. En cambio caminas y ya está; te paras, bebes, caminas, te paras, y… estiras los pies.

Una mochila, un mundo
Unos zapatos y unas chanclas, un pantalón corto y otro largo. Un neceser, un botiquín, un saco de dormir. El sombrero y el bordón, la cantimplora y el chubasquero. Y poca cosa más. Es tremendo como se puede vivir con tan poco.

Sudas por la mañana, lavas al mediodía y recoges a la tarde. Cada día el mismo atuendo. Sin embargo, llegar a esa simplicidad es bien complicado. Hacer que tu mochila pese sólo 6 o 7 kilos y a la vez llevar lo imprescindible y necesario es tarea de titanes. Porque lo que anticipamos en la inseguridad abulta enormemente. Si contemplamos todas las posibles situaciones de necesidad en un camino de treinta días nuestra mochila pesaría toneladas.

Reducir necesidades, escoger lo esencial, pensar en profundidad. Saber lo que llevamos encima y porqué. Nada gratuito.

Todo está premeditado aunque tendremos muchas sorpresas. Descubres cada día algo en lo que no habías pensado: nuevas maneras de engarzar los enseres, de transportarlos, de utilizarlos. Así, con un número muy pequeño de cosas aparecen múltiples posibilidades.

La carga
Pero por mucha simplicidad que queramos, la mochila pesa. Previo al viaje la mochila sobredimensionada alterna entre el miedo al peso excesivo o a la frivolidad de su pesandez. Es evidente que sobrepesarla previa al viaje no es lo mismo que llevarla día tras día. La encrucijada está en llevar de todo por no pasar carencias pagando un peso elevado, o prescindir de mucho a costa de sufrir carencias.

Al principio uno lleva de más, el camino es demasiado incierto. Después de un par de jornadas y de las primeras ampollas, surge la obsesión por desprenderse de peso, de aquel jersey por si acaso y de este libro o de aquella guía.

La mochila pesa, cierto, pero es la cara grávida de la necesidad. Somos seres necesitados y buscamos la independencia. Los servicios del Camino son precarios pero tampoco es un desierto. ¿Cuál es el punto justo?

La mochila simboliza el sufrimiento inevitable porque demasiado llena o demasiado vacía aquélla anticipa el peso o la carencia, dos modalidades de un mismo sufrimiento.

Diría que la tercera fase del Camino es la aceptación del peso que llevas. Es el peso exacto de tus miedos menos tus confianzas.

Aceptar el peso es aceptar la carga de tus condicionantes, primer paso para poder ir ligero de equipaje. Sólo tú puedes llevar tú mochila, otra más ligera sería artificiosa porque la mochila es la literalidad del alma. Es ella la que pesa, ella la que sufre, ella también la que se libera.

Estar excesivamente centrado en el peso físico es desaprovechar otra presencia, más sutil que se impone paso a paso. ¿Pesa el alma?

De personas y personajes
Cada persona en el Camino es un punto móvil que transita de este a oeste (en el caso del Camino de Santiago). Cada punto deja una estela en su caminar y abre horizonte con su mirada. Cada caminante, en su andar, es fiel a su carácter.

Un punto no tiene dimensión pues pertenece a un mundo arquetipal , tampoco lo tiene la línea pues le falta una tercera dimensión. La mayoría de la gente con la que nos encontramos puntualmente en el Camino (y nosotros para ellos) son puntos o rayas, apenas una imagen o una secuencia de ellas. En la medida que sintonizas con algunas de ellas aparece una tercera dimensión, el punto y la línea se hacen plano, esfera. Y en esa multidimensionalidad también está el pasado y el futuro.

Uno viene de algún sitio y va hacia otro. Somos inercia del pasado y proyección hacia el futuro, aunque inercia y proyección son ambos, dos caras de lo mismo. Pero si pudiéramos resolver el pasado y desmitificar el futuro podríamos reconocer el punto que somos que se llama aquí y ahora. Podríamos vivir el instante que hace camino al andar. En realidad no te puedes encontrar con nadie en el Camino si no descansa de su pasado y si no pone freno a la proyección del futuro. Te encuentras con otro cuando eres capaz de estar.

El Camino puede discurrir en línea recta o empantanarse en un laberinto. Meandros que van y vienen sin aparente sentido. Como telarañas tejidas en los espejismos de un camino quedan atrapadas personalidades inmaduras, sueños desvencijados por la contundencia del mundo.

En el Camino hay salvavidas y víctimas; templarios grotescos, amas de llaves arpías, pontífices del bordón, locos por el Camino. Eso es, cada uno con su locura y cada loco con su tema. Como si entre todos nos hubiéramos puesto de acuerdo, esos acuerdos tácitos, para representar una misma función. Tú el peregrino, yo el hospitalero, tú el extranjero yo el del pueblo.

Cada personaje desangelado que encontramos en el camino es una oportunidad gloriosa para descubrir nuestro personaje secreto, nuestro loco tremebundo, nuestra ficción de vida, y por tanto, una salida hacia la sanación.

Presencia
Del Camino brotan muchas cosas, entre ellas, y sorprendentemente, brota la alegría y con ella el canto. Por momentos, la contundencia de la vida, la presencia de la naturaleza te hace percibir algo tan evidente: que formas parte de la vida. Algo tan sencillo y a la vez tan profundo.

Brotan también viejos pesares, porque lo pasado, si pendiente, encuentra algún resquicio para hacer las paces y ser resuelto. En la medida que surge lo reprimido y lo negado, uno lo lanza al vuelo donde los cuatro vientos lo barren sin conmiseración porque en la luz eso que en lo oscuro hurga fantasmáticamente aparece mezquino y ridículo ante la grandeza que lo rodea.

Pero también brotan las esperanza, las ilusiones y los deseos. Aparece la tentación de llenar un vacío vital que acontece que no es tal vacío sino hueco del alma aunque el ego se incomode. Y es que si el deseo brota de la insatisfacción a ella vuelve irremediablemente.

De la misma manera que el Camino nos enseña a sostenernos sobre nuestros dos pies, a aguantarnos nuestras carencias, el vacío de vida sólo puede ser sostenido con presencia. Uno muere en la presencia porque todo lo demás vive, y vive para morir, de un instante al siguiente.

Templo
Cada etapa tiene su catedral o su ermita, al lado del río o en la montaña. Un remanso de paz. A veces la necesidad propia de la fatiga te hace sentarte delante de esos retablos llenos de santos e historias bíblicas. Aunque se agradece la simplicidad de los templos románicos, de las órdenes templarias. Pero de todas formas cualquier iglesia reúne un mínimo de condiciones para pararse y sentir.

El silencio del templo da paso a una vibración interna que también podríamos llamar silencio, tal vez como meditación espontánea. Es como una respiración que integra fuera y dentro son producir chirrío. La mente ya no revoletea, se deposita gratamente en el fondo. La realidad es clara, no engaña. Todo es reconocido como tal, todo reverbera, todo habla, y habla de Eso que tantas tradiciones sabiamente no le han querido poner nombre.

Como esto no es una comprensión intelectual no perdura más allá, cierto que queda un eco, un recuerdo o una invitación a ir más profundo.

Las señales
Dice el poeta que se hace camino al andar. El Camino se hace con cada paso dándole sentido. Está claro que el camino de tierra es una circunstancia, el otro camino, el interno, se cuece también en cada paso. Y cada paso te acerca o te aleja de tu destino porque no siempre uno “apoya” bien el pie, lamentablemente la conciencia va y viene. Hay recodos donde del Camino donde te encuentras y otros donde te pierdes. Claro que esto, en el camino interior, depende de los puntos débiles, de los complejos, las armaduras que todos llevamos a cuestas.

Pero ¡ojo! También hay un Camino externo. Existe Santiago, un punto de llegada, existen los diferentes puntos de partida. Existen los refugios y existen las flechas indicadoras. Gente amiga del Camino que las ha puesto.

Gracias a todo ello uno camina. El Camino no sería el mismo sin Santo Domingo de la Calzada o San Juan de Ortega. El Camino no tendría relieve sin Eunate o el Santo Sepulcro de Torres del Río. No habría Camino sin la catedral de Burgos, León o Santiago. Están las leyendas de los peregrinos, los lobos y los salteadores. Están también los milagros.

Ese Camino que a lo mejor fue travesía de celtas, cántabros y astures. Ese Camino que edificó pueblos, transformó culturas, ese Camino está ahí.

Gracias a todos.

¡Buen Camino! A los amigos del Camino al paso por Rabanal del Camino (agosto de 2003)

Julián Peragón

 




Imagina

Imagínate una cumbre desde la cual se divisa un horizonte inmenso o un oasis donde las aguas confluyen. Imagínate un lugar donde los caminos se entrecruzan, una cueva donde el silencio es tan espeso como el alma, un árbol cuyas ramas se empeñan en alcanzar el cielo. Imagina que hay lugares especiales que marcan un acento en nuestro entorno y que, por tanto, se vuelven significativos. No sabemos si el universo es grande o pequeño, infinito o curvado como las alas de una mariposa. No sabemos como las líneas del tiempo y del espacio se anudan en el devenir de la eternidad. No importa, sabemos que nuestro mundo es curvo y pequeño y nuestra orografía caprichosa. Pero aunque viviéramos en un desierto sin límites sabríamos, como humanos, poner una piedra, bautizarla y desde ahí, establecer las cuatro direcciones del mundo.

Sin saberlo, por intuición, habríamos hecho un primer acto creativo. Convertir el caos, lo informe y el sinsentido en un orden. Desde ese punto podríamos medir los equinoccios y los eclipses, ver salir el sol, confeccionar un calendario, desplegar incursiones, aventuras y cazerías y volver con triunfos que se añadiran a esa piedra que simboliza el centro del mundo, aquel pilar que sostiene todo el universo humano. Sobre esa piedra blanca o negra daríamos siete vueltas cada nuevo año, escribiríamos nuestras verdades, enterraríamos a nuestros muertos, oraríamos en su dirección. Nos descazaríamos ante su presencia, haríamos genuflexiones y guardaríamos silencio. Es posible que sobre esa piedra construyéramos un templo de devociones y que ofreciéramos las canciones más bella, los perfumes más sutiles. Imagínalos. Sería la Casa de Dios, la Emanación de la Diosa, el Lugar de la Energía. Los artistas harían las representaciones más sublimes y los sabios los rituales más catárticos.

Con todo, ese complejo universo sería llamado sagrado en contraste con todo lo demás, con lo cotidiano, con el quehacer, con la voragine de los hombres, sus trifulcas, sus frivolidades, sus errores y sus miserias, esto es, lo profano. Y los hombres y las mujeres, de tanto en tanto, irian al lugar santo a recomponerse de todo lo vivido, a sincerarse de todos sus pecados, a comulgar con lo que está dentro, con los que están al lado y con lo que está arriba y abajo y en todos sitios. Imagínate la reververación del templo, su luz ténue, sus símbolos de elevación, imagínate oyendo hablar al corazón, temblar al cuerpo, extasiar la mente. Con las generaciones esa piedra, ese templo, cueva o árbol sagrado se irían cargando de significación y de energía. Sería un lugar de Poder, donde el Ser se manifiesta en toda su plenitud, donde la Divinidad es sentida como una elevación de lo que uno es. Ese lugar sería el centro del mundo y ese momento de vivencia sería el centro del tiempo, un tiempo mítico, eterno, inacabable, como un eterno Presente. Un tiempo vivencial de éxtasis que se aleja del ritmo frenético de los hombres para encontrar un ritmo más pausado, más consciente.

Ahora bien, sabemos, nos lo cuentan las viejas historias, que los hombres y las mujeres confundieron la piedra, el templo o el árbol con lo verdaderamente sagrado sin darse cuenta que la piedra es sólo una piedra y que el templo un gesto de ostentación ante lo divino. Algunos, muy pocos, comprendieron que el centro del mundo anida en el corazón, lugar a medio camino entre la cabeza y los instintos, entre la fuerza y la sensibilidad. Y que ese lugar es el único que puede abrazar a la vez los pensamientos, las sensaciones, la intuición y los sentimientos. El único lugar que puede disolver a uno con el otro, el único templo donde se oye el latido de la vida y donde se puede repetir el nombre invisible de Dios. Ese punto de encuentro fue llamado Quintaesencia, Tao, Nirvana, Extasis, Budeidad, Amor y tantos otros que no sabemos.

Cuando el sabio o la sacerdotisa volvieron quisieron recordar lo vivido y compusieron una mesa, un altar, un tótem, un jeroglífico. Imagínatelos. Tal vez hicieran un círculo para recordar que el universo se mueve circularmente, así como la energía; para recordar la eternidad pues el círculo no tiene principio ni final, para indicar que toda nuestra experiencia se graba en ese círculo de vida y que cada punto está a la misma distancia del centro, ese eje de observación donde anida el espíritu. Es probable que los sabios orientaran su centro de poder en las direcciones del mundo y que recordaran el reino mineral, el vegetal, el animal, el humano y los reinos invisibles que nos rodean. Recordarían también la tierra que nos sostiene, el agua que nos nutre, el aire que disuelve todas las fragancias y el fuego que ilumina, así como el eter que todo lo penetra. Seguro que colocarían bolas de cristal, diagramas concéntricos, símbolos geométricos para no perder la concentración en sus meditaciones y plegarias. Héroes e Iluminados antepasados para recordar que la Sabiduría es una trasmisión así como ellos, nosotros y los hijos de nuestros hijos seremos transmisores. Aún así colocarán algo personal e intransferible, un anillo, un collar de perlas, un saquito de simientes, una piedra de colores. Algo que simbolice el encuentro con uno mismo, la total transformación, el segundo nacimiento, el compromiso con el espíritu, el verdadero nombre. Imagina.

Unos bailarán una danza de poder, otros cantarán con toda la entrega, y otros, tal vez, se concentrarán en un abrazo de misericordia a nuestro planeta azul. Cada uno generará su cosmogonía, y entenderá que efectivamente ese lugar está cargado de Presencia, una presencia que imanta sus vidas, que centrifuga el caos, que remite a la serenidad, a la paz del mental, a la incursión en lo mágico o a la irrupción de lo creativo. Aún así, muchos otros quedaron atrapados en una nueva confusión. Imagínatela.

Julián Peragón