Niyama: Svâdhyâya

De alguna manera un yama o niyama da paso a otro, se apoyan mutuamente. Con tapas hemos movilizado la energía a través de una disciplina con apasionamiento, ahora hay que darle una dirección a esa práctica. Sí, es importante caminar, pero hay que iluminar el camino para no perdernos. Svâdhyâya es la brújula y el timón del barco para encontrar el puerto deseado.

A medida que profundizamos en la vida nos damos cuenta que la realidad es mucho más compleja de lo que nos parece. Interpretamos el mundo muy ligeramente sin darnos tiempo a comprender razones más profundas. Acostumbramos a ser literales porque profundizar requiere ciertamente mayor esfuerzo. Pero el sabio necesita comprender para encontrar un todo ordenado dentro del aparente caos. Comprender el mundo es comprenderse a uno mismo pues al otro lado del horizonte está nuestra propia proyección tal como lo haría una cámara de cine.

Svâdhyâya es la toma de conciencia de la existencia de uno mismo. Y claro, ese uno mismo puede ser un puente o bien un obstáculo. La primera comprensión es que, de entrada, cada uno de nosotros es un punto de vista. La realidad está filtrada por nuestros gustos y por nuestras creencias, por nuestros miedos y, cómo no, por nuestras ilusiones. Darse cuenta de que ese punto de vista está condicionado es el principio de la liberación. En nuestra cabecita no hay un sólo yo, hay muchas voces. El carácter tiene muchas capas de sedimentación y empieza desde el nacimiento, o antes incluso.

Svâdhyâya es darnos cuenta que el carácter es una estructura de supervivencia emocional que amortigua un dolor primario en base a una carencia afectiva, carencia también de reconocimiento. Somos un lienzo hecho a retazos de impresiones en la vida, de imitaciones, de evitaciones, de sueños. Darnos cuenta entonces que no somos ese pequeño yo, ese collage de impresiones y que hay un yo más profundo, un ser esencial es el objetivo de svâdhyâya.

¿Pero cómo hacer esa autoindagación, esa delicada observación de nuestros actos? Evidentemente, con la perseverancia del estudio. En la tradición se ha utilizado el estudio de los textos sagrados porque cuando la mente encuentra un soporte profundo se abre con facilidad a lo sutil. Sin embargo, los textos, aún los más sagrados, son inexactos, retocados por los siglos y tendentes a la ideología del momento histórico y cultural. Los libros, como diría Margarite Yourcenar, nos aclaran el mundo, y tiene razón pero hay que tener en cuenta los errores particulares de perspectiva que nacen entre sus líneas. En realidad los libros son linternas que nos hacen ver un poco más allá de donde nos llevan los sentidos o nuestra viciada elaboración mental de las cosas. En el mejor de los sentidos, se intenta utilizar la palabra para ir más allá de la palabra. Pero a menudo, aquellos textos que fueron revelados o que surgieron de sabios y visionarios requieren la interpretación de un experto.

Hoy en día la información corre tan rápida como la luz y desde hace siglos el medio impreso ha sido un buen soporte de transmisión de ideas. Pero la tradición se remonta mucho más atrás. El medio habitual era la transmisión oral de la mano de los maestros o maestras. De ahí que la relación con ellos sea importante. Es precisamente en esa relación estrecha con los guías espirituales donde se daban las tareas santas que llevaban a una encerrona al propio narcisismo, visión limitada de la realidad o inocencia estéril. Eran ellos los que veían nuestros límites, nuestras potencialidades. Sin embargo, actualmente esta necesidad de revisión de los propios presupuestos puede ser hecha por los terapeutas. Se trata de comprender los mecanismos de defensa que actúan en la sombra, descubrir nuestras cartas secretas, nuestras estrategias, nuestro egoísmo, fantasías y manipulaciones.

No podemos seguir adelante en nuestro camino sin desnudarnos de prejuicios y defensas, sin dejar caer las máscaras para que el sol ilumine nuestro verdadero rostro. Sean pruebas de iniciación o terapia sistemática, lo importante es que el ego prepotente muera para renacer como elemento aliado de lo más alto, eso que se estremece en nuestra interioridad. Si comprendemos mejor, como decíamos, nuestro punto de partida, si sabemos de nuestras debilidades y fortalezas, si comprendemos la obcecación del instinto, la maleabilidad del sentimiento y las anteojeras de la razón, mas que pelearnos con todo ello, sabremos encontrar la rendija en este mundo que nos lleva a otro, o el puente que conecta lo dual con la no-dualidad.

Con svâdhyâya se levanta el velo de la ignorancia y aparece la intuición fecunda. Pero es necesario hacer lo que el viejo de la montaña, asegurar cada paso con el bastón de la prudencia e iluminar con la lámpara de la sabiduría el camino. Sabiduría que no es erudición sino destilación de la experiencia.

En concreto, svâdhyâya es la necesidad de evaluar y revisar los avances que hacemos en el camino ya que no hay que dar nada por sentado. La verdad que descubrimos es un proceso vital que se da en cada instante. Se trata pues de estar despiertos, lo único que posibilita el darnos cuenta, eso mismo que azuza la consciencia.

 

Por Julián Peragón

 




Niyama: Tapas

Tapas hace referencia al fuego, ese fuego que surge del horno alquímico que es una práctica intensa. Si la práctica se establece sólida movilizaremos la suficiente energía para quemar todas las impurezas que nos impiden conectar con la parte sutil de nuestro ser. En cierta medida tapas es disciplina, austeridad tal vez porque sin austeridad, sin la supresión de lo superfluo y anecdótico, no podemos establecer una verdadera disciplina.

El problema con la disciplina es que la hemos introyectado como deber, aquello que “hay que hacer” para seguir un camino determinado. Pero está claro que una disciplina que se instala de fuera a dentro no tiene mucho alcance. Pasa lo mismo con la música, si no hay pasión, la disciplina, si la hay, sólo puede llevar a un virtuosismo. Es interesante introducir un nuevo matiz, interpretar tapas como el apasionamiento que nos ayuda a fijar una disciplina estable. Está claro que ese apasionamiento tendrá que estar apoyado por la voluntad, esa cualidad que tan mala prensa tiene hoy en día.

La voluntad es un estado de firmeza del alma que permite no ser zarandeado por los caprichos del sentir, por la indulgencia del carácter, en definitiva, por la aleatoriedad de las circunstancias. Persistir es necesario para subir una cumbre o sacar agua excavando un pozo. No digo que la vida hay que llevarla a golpe de voluntad, pero hay momentos de firmeza que hay que sostener de otros de abandono que hay que permitir. En un río hay que saber cuándo tienes que nadar y cuando dejarte flotar.

Es cierto que la voluntad depende enteramente de un esfuerzo personal y del cultivo de una constancia. Ahora bien, ¿cómo se logra la pasión? ¿cómo haces para que te apasione el Yoga o enamore la música? Todos sabemos que la pasión viene o no viene, y que cuando viene no sabemos cuándo se irá. No depende de nosotros, o al menos, no de forma absoluta. Es curioso esta relación entre voluntad y pasión. Un exceso de voluntad podría asfixiar la pasión, y una pasión desbocada ser difícilmente manejable. Debería de haber una buena danza entre aspectos masculinos y femeninos de nuestra psique. La voluntad sirve para dar ese empujoncito diario que nos permite ponernos a practicar, o a hacer lo que sea. Pero una vez la hoguera ha prendido ya no hace falta avivar más el fuego.

Pero decíamos que la pasión no la podíamos programar, es cosas de dioses. Sin embargo, sí podemos crear las condiciones para que se de con más facilidad. Si el niño no tuviera curiosidad no saldría de las faldas de su madre. Cuando el misterio gana el pulso a la seguridad, el niño baja al sótano oscuro o sube al desván peligroso y abre el baúl de los tesoros perdidos. Podríamos decir que es la fuerza de la curiosidad la que mueve la ciencia para desvelar los secretos del universo.

Creo que el punto de partida honesto en la práctica es comprender que somos potencialidad, en realidad formamos parte de un proyecto vital individual y colectivo. Por decirlo con otras palabras, estamos en plena evolución. Si nuestro punto de partida es esa semilla que aspira a realizarse, tapas es, de entrada, esa curiosidad por ver en qué se transformará dicha semilla. Pero como sabe el jardinero esa flor necesita tierra fértil, agua periódica, sol y aire. Este sol y aquella lluvia es lo que aportamos en nuestra práctica de Yoga. Tenemos seres liberados en el pasado que nos recuerdan la realización que está esperando de forma potencial en nosotros.

Para que nuestra práctica tenga éxito, nos dice Patañjali, ésta tiene que ser permanente, presente en nuestra cotidianidad. No podemos practicar de vez en cuando, o sólo cuando arrecien las ganas, o cuando nos sintamos en un estado especial. La práctica es una disciplina que exige “esfuerzo” porque la naturaleza de la mente es inestable y tiende a la dispersión. Esta práctica continuada y sin interrupción tiene que tener muy presente que hay dos enemigos: uno externo que conforma nuestra vida cotidiana en un mundo complejo repleto de limitaciones; y otro interno que lo conforman nuestras propias inercias, rutinas y apegos. Por supuestos ambos, se retroalimentan, se imbrican, se recrean uno al otro. Una falta de perspectiva nos hace empezar una práctica con mucho entusiasmo queriendo obtener resultados rápidos pero sin contar que estos dos enemigos están al acecho.

Pero no basta con practicar cada día, la práctica tiene que ser sólida, tiene que tener fundamento, raíz. Ya que el mundo nos lleva hacia una fragmentación de nuestro ser, a una división entre cuerpo y mente, el objetivo primario de la práctica es hacer de contrapunto a ese laberinto externo y generar un centro interno. Generar un espacio de calma y unificación a través de una práctica con movimiento lento que antecede a la quietud, con sensibilidad que prepara la presencia, y con escucha para acercarnos al silencio interno.

No es lugar aquí para hablar de todos los matices de la práctica de Yoga. Meramente rescatar la importancia en el Yoga de la ascesis mediante la cual el cuerpo se purifica en profundidad. El ascetismo intenta producir en el cuerpo lo que en la mente es ecuanimidad y en las emociones es desapego, un estado de reducción de los impulsos naturales y del apego al placer. Como bien sabemos cuerpo y mente son solidarios.

Eliminar tensiones corporales mediante ejercicios intensos, sacar toxinas de nuestro organismo a través de la práctica del ayuno, descondicionar la mente con la meditación nos van a dejar, si cabe, más cerca de nuestra esencia.

 

Por Julián Peragón

 

 




Niyama: Samtosha

Dicen que hay tres pecados básicos en la vida: querer ser más de lo que somos, querer ser menos y no querer ser. Y en verdad estos tres pecados los aplicamos habitualmente a nuestras circunstancias. No aceptamos las circunstancias porque nos parecen demasiado, o demasiado poco. Estamos atrapados en el apego, la aversión o la indiferencia.

Sin embargo, la situación que se da en este momento es la que es, independientemente si nos gusta o no. Esta situación es el fruto de toda una evolución, y es cierto que nos gustaría que fuese mejor, que tuviera más posibilidades, pero también es cierto, como comprende el sabio, que no podría ser de otro modo. Es perfecta en sí misma, no sobra ni falta nada.

No te puedes pelear con tener la edad que tienes, con tener tal altura, con haber nacido hombre o mujer, en tal siglo, dentro de una familia, tener la piel clara u oscura. Son las cartas que hemos recibido y con ellas jugamos. En realidad las circunstancias son neutras y somos nosotros, con la cultura que tenemos introyectada, que le damos un significado u otro.

Cada circunstancia es una oportunidad de crecimiento. Y es curioso descubrir como una situación “buena” (pongamos que te casas con alguien que es un buen partido) se puede convertir en una “mala” (tensión e incomunicación), o viceversa. Es interesante ver a la vida como una gran rueda que gira y gira donde nada permanece en su sitio. Una mala gestión del éxito social se puede convertir en un drama personal, un despido puede darnos pie a descubrir nuevos horizontes laborales. Atrapados e menudo en esa rueda de la vida no nos damos cuenta del espejismo que hay detrás de cada situación. Habitualmente estamos intranquilos porque creemos que somos los artífices de las circunstancias. Y en realidad somos llevados por ellas. Es bueno preguntarse en cada situación qué decide por nosotros, qué aspecto es el que decanta la balanza. Sólo una relativización de esa rueda ilusoria nos abre la puerta de la serenidad porque nos lleva a nuestro centro. Somos nosotros los que le otorgamos verdadero valor a eso que nos toca vivir. Esa es nuestra gran libertad.

Decía alguien que hay que dejar el pesimismo para tiempos mejores. En este momento estar pensando en todo lo que me falta, mirando de reojo al vecino, proyectándose en un futuro prometedor es perder el gran tesoro de vivir con plenitud este instante. No solemos estar tranquilos en nuestro lugar. Cuando es verano deseamos el frío del invierno, cuando invierno el calorcito del verano. Famosos que pagarían por pasar desapercibidos, y gente anónima que mataría por ser famosa. Toda la vida deseando hacer un viaje al confín del mundo, y cuando estamos allí añoramos el confort de nuestro hogar. En las relaciones tantas veces podemos aplicar el lema de “ni contigo ni sin ti”. De esta manera escapamos de nuestra realidad que por otro lado es la única que tenemos en este momento.

Es necesario sentirse a gusto con lo que tenemos y también con lo que no tenemos. No somos altos, no somos ricos, no somos jóvenes, pero no importa. Santosa es la capacidad de contentarse con lo que hay. Estar, como diría el refrán, a las duras y a las maduras. Este contentamiento se manifiesta en aprender a estar con lo que hay, disfrutar con lo que hacemos, reconocer el valor de cada gesto, de cada detalle. No perder, en la medida de lo posible, la ecuanimidad que tiene en cuenta los dos platillos de la balanza. Celebrar que la vida provee lo justo y necesario para sostener nuestra alma, aunque, ciertamente, nunca podrá colmar las expectativas de un ego inmaduro.

Esta aceptación del momento es una alegría profunda. Aceptación del resultado sea como sea. Lo único que podemos intentar es ser impecables en cada acción, el resto, el resultado, pertenece, por poner un término devocional, a Dios.

 

Por Julián Peragón

 

 

 




Niyama: Sauca

La naturaleza es sabia, no permite una buena absorción, desde el punto de vista fisiológico, sino va a la par de una excelente eliminación puesto que se tiene que asegurar una aceptable homeostasis. Nosotros mismos hemos sentido muchas veces que cuando nuestro intestino no evacua con regularidad aparecen los gases, la pesadez y la lentitud del aparato digestivo. Para que haya una buena nutrición hay que asegurarse que nuestro sistema fisiológico no esté sobrecargado y, como hacemos habitualmente en nuestro trabajo, darle unas pequeñas vacaciones ya sea con una dieta periódica, un día de frutas o eventualmente, unos días de ayuno.

Desde la antropología se observan las costumbres higiénicas de los diferentes pueblos y, a menudo, vemos que no responden a una clara racionalidad sino a una percepción de lo que es puro y lo que es contaminado. Y claro está, todo esto se mezcla con creencias religiosas y con gestos que delimitan claramente a qué nivel de la estructuración social uno pertenece. Para no ir más lejos, nosotros mismos podemos percibir que una piedra es sucia y un billete no lo es, aunque haya pasado de mano en mano, porque la piedra pertenece a lo “inferior” y el dinero significa poder y seguridad.

Es cierto que una sociedad pide a los individuos que se laven, que no huelan mal, que no vistan descuidados, es decir, que guarden las formas. Pero nuestra higiene que se suscribe básicamente en la piel deja mucho que desea cuando se refiere a las mucosas y al interior del cuerpo, precisamente allí donde nuestra higiene se hace más necesaria para ayudar a la función natural que hace nuestro organismo.

El Yoga intenta ir más allá de la exigencia moral y comprende que la salud necesita de una higiene profunda. Con el Yoga limpiamos el interior de la nariz para drenar la mucosidad y estimular el mapa energético del cuerpo inscrito en la mucosa pituitaria; rascamos la lengua que es un órgano emuntorio para quitarle el exceso de secreción y facilitar la absorción de prana, de energía vital; friccionamos las encías para fortalecerlas; movilizamos el vientre para facilitar el peristaltismo y bebemos agua salada para hacerla transitar por el intestino y eliminar los residuos recalcitrantes, entre otros muchos ejercicios.

Aunque, para no llevarnos a confusión, no se trata meramente de limpiar el cuerpo. El practicante de Yoga a través de los ritos de purificación reconoce lo que pertenece al espíritu, siempre fiel a sí mismo, y por tanto, que no sufre cambio, degradación o contaminación, de lo otro que corresponde a la naturaleza, y al cuerpo dentro de ésta, que siempre es cambiante y puede sufrir degeneración. El Yoga desde el respeto a esta naturaleza intenta acercarla al espíritu mediante un cuidado extremo. Al igual que una barca debe ser periódicamente protegida para que la madera no se pudra y cumpla su función de llevarnos a la otra orilla, nuestro cuerpo debe ser cuidado para que sea un buen soporte para la vida y expresión del ser que somos.

Pero esta actitud purificadora no se aplica sólo al cuerpo. No solamente los alimentos físicos deben ser adecuados para la nutrición, también son necesarios otros alimentos para la mente y el alma. El libro que leemos, las amistades que frecuentamos, los sitios que visitamos son esos otros alimentos. Estar en la naturaleza, aunque sea de forma periódica, es un empuje energético para el cuerpo, una ventana abierta para la serenidad de la mente pero también un recordatorio de lo esencial para el alma. La naturaleza ayuda a esa purificación más interna.

Nuestro cuerpo limpio y nuestra casa ordenada permiten una especial disposición de ánimo. En realidad sauca es disponibilidad ante lo sagrado a través de la purificación. Tal vez por eso, en la tradición, previo a un ritual, el oficiante se purificaba, se bañaba, se ponía ropas limpias adecuadas y recitaba sus plegarias con el fin de estar abiertos a la visión divina. Si una ducha caliente después de una dura jornada nos lleva a un estado de sosiego no será meramente por la limpieza de la piel. Hay algo en el acto de higiene que pone orden en el interior, aún más si ese ritual tiene un carácter sagrado.

Otra cosa será irse al otro extremo, cuando la limpieza se convierte en una obsesión y un cierto desorden nos intranquiliza. Es posible que detrás de una férrea higiene, dieta o práctica se esconda un miedo a contaminarse, un vértigo a la muerte. No hemos de olvidar que la purificación no es un fin en sí mismo sino un medio para liberarnos de obstáculos, se llamen toxinas, tensiones o bloqueos. Sauca nos recuerda que paralelamente al suelo que fregamos, a la piel que frotamos estamos limpiando el corazón de todo orgullo, vanidad o cálculo.

Cada primavera la naturaleza nos enseña que es posible la regeneración pero, claro está, pasando por el abandono del otoño y la desnudez del invierno. Si con nuestra higiene sagrada quitamos capa tras capa lo inservible y lo innecesario podrá aparecer la renovación donde podrá anidar con fuerza las raíces del espíritu.

 

Por Julián Peragón

 




Yama: Aparigraha

Si la codicia tiene que ver con una pasión desenfrenada por los bienes ajenos, la avaricia, en cambio, tiene que ver con un desorden en relación con nuestras posesiones. Detrás de la acumulación probablemente se esconde una idea falsa de seguridad y, como no, una expresión de poder de acorde a nuestros valores sociales.

En realidad, tener mucho dinero no es un problema en sí. Estrictamente hablando, el dinero es un medio de intercambio, energía simbolizada de un trabajo hecho. El problema con el dinero es el mismo que con el agua, sino circula se corrompe. El dinero simboliza nuestra forma de manipular la energía, las relaciones o el poder en el mundo. No se trata de decir que el dinero es malo pero tampoco que el dinero es mi amigo. Lo importante es descubrir que, en nuestra sociedad, el dinero es una energía muy densa porque el prestigio está en la cancha del tener y no tanto del ser. Tanto tienes, tanto vales. La percepción que tenemos es que si tienes se te abrirán las puertas.

Debemos estar muy atentos cuando el dinero y las posesiones que de éste se derivan empiezan a ser una carga pesada. Cuando un bien necesita ser cuidado, protegido, atendido, cuando, por otro lado, tememos perderlo, cuando nos apegamos a él, cuando éste sufre un desperfecto entonces nos hace gastar un tiempo imprescindible en nuestro proceso interior, en nuestro camino de realización. Tal vez eso quería decir Jes´sus cuando hablaba de lo difícil que era para un rico entrar en el reino de los cielos.

En la generación de mis padres que vivieron la parte dura de la guerra y posguerra, la despensa estaba siempre a rebosar, síntoma de que el fantasma del hambre estaba todavía vivo. La avaricia que es el poder de retener esconde un miedo al vacío, gastar se convierte en un peligro. Pero está claro que uno puede atesorar billetes, alimentos, coches, pero también viajes, filosofías o relaciones. Como nos recuerda el dicho, sólo posees lo que no puedes perder en un naufragio.

Al final se trata de ir ligeros de equipaje. La propia práctica espiritual requiere estar presente al cien por cien y no pendientes de los movimientos de la bolsa, de que nuestras ganancias no se conviertan en pérdidas.

Vivimos en un mundo lleno de cosas, repleto de artefactos. Un primer mundo ahíto de bienes mientras un tercero se desangra de pobreza. Vamos a las rebajas porque estamos aburridos, porque la inercia ciega del sistema dice produce y consume, no importa para qué. Cuando nuestra vida está abarrotada de cosas, o de lo que sea, la vida pierde frescura, el desorden externo invade el orden interno, lo complejo aplasta lo simple. Aparigraha es encontrar la simplicidad de la vida precisamente para realizarla, de la misma manera que una nota musical coge todo su esplendor cuando hay silencio.

La mano cerrada sólo puede acumular un montoncito de arena pero abierta puede acariciar todo el desierto. Ante la avaricia hay que favorecer el desapego. No identificarse con los bienes pues son transitorios como lo es todo, la misma vida. Si nos soltamos de nuestros aferramientos es posible que aparezca la dimensión sutil de la existencia. Tal vez podamos comprender esa cadena infinita de cosas y seres que maneja el destino. Si no soltamos los bienes ahora, tarde o temprano la muerte abrirá nuestra mano por mucha resistencia que ofrezcamos.

Cuando uno cultiva aparigraha obtiene un gran tesoro, más valioso que el oro, obtiene tiempo, un tiempo que no se agota nunca porque es un tiempo atemporal, un presente eterno.

 

Por Julián Peragón

 




Yama: Brahmacarya

Uno de los motivos por lo que habitualmente eran los niños los que entraban en el monasterio, ashram o lamasería es porque entraban a una edad en la que la sexualidad no había despertado. Y tal vez, dentro de un contexto sin la presencia de mujeres, la explosión del deseo fuera menor, o al menos, más fácil de controlarla o canalizarla.

Es cierto que la fuerza del deseo sexual es imparable y que, al menos aquí en Occidente, de la mano de la Iglesia Católica, se convirtió en un terrible monstruo tenebroso que había que reprimir. La alegría fue sospechosa, el placer negado, el cuerpo lugar del pecado, y la mujer la incitadora de todo ello. Pero no podemos olvidar que en Oriente la sexualidad siempre ha formado parte de la vida y que, en sí misma, no era pecado. En el hinduismo los dioses se representan con sus consortes, ellos (y ellas) también gozan. Uno de los cuatro medios o fines en la vida es kama, la obtención de placer y satisfacción en la vida, eso sí, había que intentar no caer en la desmedida. En el tantrismo el placer y la sexualidad son medios para acercarse a lo divino. Se llega a simbolizar la realización del individuo como las bodas divinas ente Shakti (energía) y Shiva (conciencia).

A menudo se traduce brahmacarya como castidad. Tal vez tenga sentido dentro de un contexto monacal pero es preferible traducirlo como contención o moderación. Algo que indica que hay que apagar el fuego de las pasiones, o al menos, bajar su intensidad. Sobre el celibato impuesto por las doctrinas eclesiásticas cuando no hay una verdadera transformación del individuo ha corrido mucha tinta. El sentido común nos indica que si se reprime una energía tan potente como la sexual sin aparecer una elevación de la conciencia, habrá perversión, agresividad, manipulación. ¿Qué hay de malo en que los sacerdotes se puedan casar y así, desde su experiencia, poder aconsejar a sus fieles en esa gran porción del pastel de conflictos que son los problemas de pareja y las dificultades de educación de los hijos?

Probablemente tengamos tres caminos delante del deseo. Dos de ellos disfuncionales, los caminos que nos llevan a un extremo, bien sea a través de la negación que cursa con la represión que todos conocemos, o bien hacia el exceso, hacia una erotización o lujuria. La tercera vía es la vía del medio, es la vía del diálogo donde en vez de negar la fuerza del deseo se hace transitar hacia cotas más elevadas. Porque, en definitiva, el problema con el deseo no es tanto su fuerza como su concreción en un objeto, la literalización en una imagen. Eros es un dios, y como tal divino. El deseo nos recuerda que lo infinito no puede reducirse nunca a una forma transitoria donde se sujeta. La identificación con la forma, sea ésta una cosa o persona, es fuente de sufrimiento. Por eso, cuando has conquistado algo tan deseado, entonces misteriosamente el deseo emigra hacia otra parte. El deseo no se deja fijar, no se deja tampoco manipular, y más bien, es él el que nos manipula otorgándonos las sobras del placer.

Así la sexualidad debe dejar la cuna biológica, reproductiva, compulsiva, de pura satisfacción, para adentrarse en el terreno humano, de intercambio, de sensibilidad y amor y dar un salto hacia la trascendencia del ser. Brahmacarya viene a poner un cartel de atención en nuestras vidas: “no te dejes arrastrar por una espiral de deseo que no tiene fondo. No dejes que esa marea pasional e instintiva te lleve como una hoja de una circunstancia a otra, de una tentación a otra mayor”.

Hay una salida, pero no es fácil. Primero hay que desenmascarar el deseo, ver la ilusión que provoca en nosotros. Después, se trata de crear las condiciones para que esa energía que surge del fondo de nuestras entrañas poderla elevar a un plano más amoroso y consciente. A lo largo de la historia el proyecto humano, no sin grandes dificultades, ha sido capaz de convertir los impulsos básicos de alimentación, reproducción, seguridad, comunicación, etc, en civilización, en técnica y en arte.

Por decirlo con otras palabras, se puede llegar a Dios haciendo el amor. El problema no está en el sexo sino en nuestra cabeza. La dificultad reside en todo lo que ponemos en esa dimensión: placer, culpa, miedo, apego, conquista, competitividad, privilegio, orgullo, manipulación, etc. Pero el sexo al desnudo podría ser un don extraordinario para conectar con el amor y la ternura; una puerta secreta para salir de lo excesivamente terrenal y dar un salto hacia lo divino.

Cultivando brahmacarya podremos despertar un potencial energético necesario para nuestra transformación personal puesto que si no hay energía extra difícilmente se vencerán las resistencias y los automatismos. Si no hay moderación en nuestros actos nuestra atención estará repartida en mil cosas, imposible de concentrarse en el trabajo exquisito de interiorización. Ese aumento de la energía tiene que ir de la mano de la purificación, de la misma manera que un fuego no prenderá bien si la chimenea está obstruida. No sólo es la cantidad de esa energía movilizada, importa también su calidad.

Esta moderación en el vivir, que no significa empobrecimiento vital, significa ser dueño de uno mismo. Es el cochero que lleva las riendas de los caballos para que no se desboque y terminen volcando la carroza. El cochero sabe dónde quiere ir y utiliza la bravura de los caballos. Brahmacarya es ir en búsqueda de la unidad, hacia la verdad elegida, en la confianza que todas nuestras fuerzas nos secundan porque hay un amoroso control sobre nuestra parte instintiva. La diferencia entre el centauro y el minotauro radica en que éste tiene la parte monstruosa, la parte animal arriba. Donde debería anidar la razón superior o el alma se encuentra la cabeza de toro.

 

Por Julián Peragón

 




Yama: Satya

Antes de hablar del amor a la verdad, hablemos de la mentira. Es cierto que hay muchos tipos de mentiras pero habitualmente la mentira se vuelve en contra nuestra porque debe ser mantenida con una batería de mentiras menores para no ser pillados en el engaño. Este gasto de energía psíquica para sostener nuestras falsedades conforman un laberinto que nos atrapa. Con la verdad, sin embargo, uno es libre porque no requiere camuflaje. Por el contrario, a medio o largo plazo el mentiroso es descubierto y sobreviene la desconfianza. A menudo llamamos mentira a una voluntad de engaño pero no deja de ser también mentira cuando añadimos algo más de nuestra propia cosecha a la realidad o cuando sólo contamos una porción de ella, ocultando el resto. Hay mentira cuando disfrazamos la realidad que no nos gusta o cuando miramos a otro lado negándola.

Nuestro lenguaje es complejo e imperfecto. Si a esto le añadimos la duda, la ambigüedad o la ignorancia de nuestras motivaciones ocultas tenemos servido un cúmulo de malentendidos en la comunicación con los demás. Estamos obligados a conocer bien el medio que utilizamos de comunicación y a saber decir lo justo en el momento más adecuado. Un problema en la comunicación es que no conocemos las claves de interpretación del otro, y a menudo, tampoco conocemos las nuestras. Cuando yo digo libertad o amor tú puedes entender otra cosa bien distinta de lo que yo he querido expresar. Al mismo tiempo, puedo decir esas mismas palabras pero ser incoherentes con mi propia realidad. Por tanto, en una verdadera comunicación, uno no sólo expresa sus opiniones sino también, el lugar desde donde las expresa, la ideología que hay detrás, las experiencias que han dejado huella en esas mismas expresiones.

Pero nuestra veracidad tiene un límite, por eso ahimsa antecede a satya, y es decir la verdad sin crueldad, sin añadir más sufrimiento al otro. Hay que saber en qué momento decir la verdad para que esa verdad tenga una utilidad, la de permitir que el otro pueda crecer. No se trata, por tanto, de meter el dedo en la llaga sino, más bien, mostrar la palabra que invite a la sinceridad porque crea un entorno de no juicio, de aceptación desde donde poder reflexionar conjuntamente.

En este sentido, a diferencia del rumor, la opinión sin fundamento o el falso testimonio, la palabra justa es aquella que pone orden y que ilumina. Se trata de apoyarse en la palabra y su poder para clarificar el embrollo, para dar luz a la confusión. La diferencia entre el charlatán que mediante su verborrea engatusa y vende sueños, y la de los sabios, es que éstos no te dicen lo que tú quieres escuchar, no son cómplices de tu neurosis, pero cuando te miran y te hablan, su palabra tiene la fuerza de un terremoto que sacude todo tu ser. La palabra compasiva pero rigurosa demuele la torre de falsedades que hemos construido para defendernos de la carencia amorosa, la falta de reconocimiento o la impermanencia de la vida.

Hay que hacer caso al dicho que nos recuerda que hay que tener cuidado con los pensamientos pues se convierten en palabras. Las palabras se convierte en actos, los actos en hábitos, éstos en carácter y el carácter, por último, en destino. Es cierto que si no controlamos nuestro pensamiento, éste nos sumará en una intranquilidad, en dispersión y malestar.

Para sanar la palabra hay que aprender del silencio. Si el silencio no se vuelve nuestra verdadera piel, si no estamos conformados desde la voz del silencio, la palabra es evasión. Si las palabras y los conceptos, ponen límites, diseccionan el mundo aunque sea necesario en un primer momento para comprender la complejidad de lo que nos rodea, es cierto que las palabras pueden desunir. Si las palabras dividen, entonces es el silencio el que une.

Desde el silencio uno puede decir lo necesario, distinguir entre lo que puede ser expresado de lo que debe seguir velado. Tal vez en la comprensión que el misterio no puede ser nunca explicitado por la sencilla razón que la mente no puede describir lo inconmensurable, porque no existen ni existirán suficientes palabras para describir todos los matices de la vida.

Creemos que las palabras van de la mente a la lengua en un camino directo pero nos olvidamos que previamente pasan por el corazón. Si hay doblez, hipocresía, la palabra se distorsiona. Además de calmar la mente es necesario purificar el corazón. El corazón como órgano alquímico es el único que puede acoger al otro, por eso, la palabra, la debemos templar en el corazón y sacarle las aristas.

Queremos conocer la verdad para no errar en nuestras acciones. Tal vez por eso, la persona establecida en el conocimiento tiene el don de iluminar lo que encuentra a su paso. Sus acciones están en conexión porque hay una clara concordancia entre lo que uno es, lo que dice y lo que hace. Por eso, nos recuerda la tradición, lo que dice no tarda en hacerse realidad. Es capaz de mantener su palabra. Vivir en la verdad es ser quien se es, no querer ser otra cosa, igual que la semilla de una flor se convierte en ella misma.

Satya es también el desarrollo de una fina discriminación entre la verdad y la mentira. Esto nos hace conocernos mejor para saber realmente de nuestras capacidades y nuestras fuerzas, y no tanto de las fantasías que todos nos hacemos sobre nuestro potencial.

Pero las palabras tienen otro poder, puede, como una espada afilada, rasgar el velo de la ignorancia del mundo manifiesto para ponernos cerca de lo esencial. Y si bien, como decíamos, las palabras no pueden definir lo que es, sí pueden señalar la dirección adecuada.

 

Por Julián Peragón

 




Yama: Asteya

Las relaciones que se dan en toda sociedad humana están basadas, o deberían estarlo, en la confianza. Confiamos que el otro cumplirá lo pactado, que el servicio que hemos solicitado vale lo que hemos pagado por él, que la harina del pan que comemos es de buena calidad tal como anuncia el panadero. Es evidente que, hoy en día, esto no es así, hay una severa crisis de confianza. Lo saben los abogados y las compañías de seguros. Nada es lo que parece.

Asteya nos plantea la importancia de no apropiarnos de lo que no nos pertenece. Porque, en este caso, lo importante no es tanto el objeto sustraído como el hueco de inseguridad y de desconfianza que ese gesto genera. Pongamos un ejemplo cotidiano, si yo no te devuelvo el libro que me has prestado, aunque evidentemente no haya ninguna voluntad de apropiármelo, traiciono la confianza que has depositado en mí, y como consecuencia, cuando otra persona te pida otra cosa prestada encontrarás una buena excusa, o directamente le dirás que no. En realidad, robar también tiene que ver con quitarle tiempo a los demás, usurpar un poder que no te corresponde, utilizar las ideas de otros como propias, invadir el espacio o las relaciones de otros o simplemente especular en una compra-venta.

El deseo de lo que no nos pertenece, la codicia de los bienes ajenos nos habla de una dificultad de conformarse con lo que se tiene, eligiendo la vía fácil que es la de alargar sigilosamente la mano. En realidad el ladrón no se da cuenta que robar afloja el alma pues no quiere pagar el precio y el esfuerzo que conlleva vivir. Y lo cierto es que, a la postre, se paga otro precio aún más caro: el de dejar de ser una persona confiable a los ojos de los demás o en el de estar en una marginalidad peligrosa.

No hay otra manera de cultivar asteya que el de salir de una insatisfacción y de una imagen interna de carencia. En realidad estamos en una ilusión cuando creemos que algo externo nos va a complementar, o nos va a acercar a la felicidad.

Está la maquinaria implacable de la publicidad que genera mitos, y un sistema que escupe frustración e insatisfacción por no conseguir lo prometido. Pero también está, no lo olvidemos, nuestra capacidad de discriminar, nuestra voluntad de apretar un botón para desconectar, en definitiva, nuestra capacidad para resistir a la tentación. Podemos decir que hay muchas cosas bonitas e interesantes en el mundo, pero también podemos fortalecer la realidad de que no las necesitamos, porque realmente no las necesitamos. El problema está cuando se convierte la posesión en un fin en sí mismo en vez de ser un crecimiento de la propia vida, de nuestra humanidad. Por eso es importante rogar por tener lo justo para vivir con dignidad.

Asteya es actuar con honestidad en cada situación y mantenerse en el propio espacio sin invadir pero tampoco sin ser invadido. No robar, claro está, pero también no entrar en situaciones deshonestas que impliquen que seamos de alguna manera estafados. El timo de la estampita no habla sólo del timador, habla del oportunista que llevamos dentro que quiere aprovechar una situación para sacar ventaja. Por no hablar de los sistemas piramidales que prometen unas ganancias del 800% vendiendo unos productos milagrosos o intercambiando dinero con la excusa de una ayuda mutua.

Cuando uno profundiza en asteya genera a su alrededor tal confianza que todas las riquezas son concedidas. Esa es la verdadera riqueza que los demás sientan a nuestro lado que no son invadidos, que son respetados, que cogemos la confianza depositada en nuestras manos y que la devolvemos con creces.

 

Por Julián Peragón

 




Yama: Ahimsa

Himsa es dañar, y no es de extrañar que ahimsa (no-violencia) esté en la primera abstinencia que marca el Yoga ya que las que siguen a continuación son derivaciones de éstas, son todas formas sutiles de violencia, de falta de respeto al otro y/o a uno mismo. Mentir, robar o acumular son, por poner algún ejemplo, violaciones de la verdad, de la confianza o de la solidaridad necesarias.

Enfocar el tremendo problema de la violencia es complicado porque la sociedad en la que estamos castiga o reprime, por un lado, las formas groseras de la violencia, pero por otro, aviva en su seno los cimientos de la violencia que parten de la desigualdad y de la injusticia.

Todos estamos de acuerdo en que no se pueden permitir ciertos grados de violencia pero sería injusto (e hipócrita) señalar fuera la epidemia de violencia cuando nosotros mismos llevamos inoculados el mismo virus. No es lugar aquí para profundizar sobre este tema, pero sí para señalar que, al otro lado del sentimiento de ser el pueblo elegido, se esconde el estigma del infiel o el ateo, que detrás de la fuerza imparable de la civilización está el bárbaro o el salvaje, que, en definitiva, al otro lado de la normalidad está el loco o el extranjero que trae nuevas costumbres, sin darnos cuenta que todo etnocentrismo genera algún tipo de marginación. Podemos decir que el provincialismo genera violencia porque se aferra a lo único seguro que conoce impidiendo todo cambio.

En realidad el patrón de la violencia es el miedo, miedo al otro, miedo a lo diferente percibido como amenazante a nuestro sacrosanto control, seguridad e identificaciones. No podemos liberarnos de la violencia sin cuestionarnos ese miedo atroz que tenemos a la vida, sin desbrozar ese odio a lo que cuestiona nuestras ideas, esa ira o resentimiento hacia un mundo que previamente etiquetamos de ignorante o perverso.

Comprender que no somos ajenos a la violencia del mundo es el primer paso para indagar en nuestra realidad. Sabemos de antemano que no sirve de mucho izar la bandera de la no-violencia si apretamos el mismo puño que los llamados violentos.

Tampoco se trata de abstenerse de la violencia si ésta es una reacción innata apoyada por una programación sociocultural porque para reprimirla tenemos que aplicar un exceso de violencia, ahora sobre nosotros mismos. Creo que hay dos caminos sucesivos, uno el de canalizar esa violencia ya sea a través del deporte u otra actividad, y por supuesto, el camino de entender la raíz de esa violencia, ver de dónde salen los impulsos destructivos y autodestructivos. Viendo nuestra sombra seremos más capaces de profundizar en ahimsa, de cultivar una bondad fundamental ante la vida.

Una imagen puede servir, el bosque permite en su seno una impresionante biodiversidad. El bosque, por así decir, acoge en su seno toda diferencia y la hace transitar hacia una interdependencia. Ser considerado hacia todos los seres vivos es una manera de respetar a todo lo que tiene derecho a vivir. Cultivar ahimsa es defender la vida, defender especialmente al inocente, al marginado, al que más ayuda necesita.

A menudo no nos damos cuenta que la vida es mucho más amplia y profunda de lo que cabe en nuestras creencias, en nuestra filosofía. Hay, por tanto, sitio para tu verdad y la mía aunque disintamos. Ahimsa es una vía de pacificación y para ello hay que distanciarse del mecanismo reactivo que nos hace sacar nuestras defensas y nuestros ataques ante aquello que no nos gusta. Para ello es importante escuchar nuestra reacción y partir de una observación profunda de la situación que desencadena la violencia. Si partimos de una aproximación prudente a la realidad veremos más cosas y podremos respetar lo que está siendo sin necesidad de cambiarlo por torpeza o ignorancia.

En realidad la violencia tiene dos aristas, una puerta que se abre en los dos sentidos. Todo lo que le haces al otro en realidad te lo estás haciendo a ti mismo. Detrás de la explosión de violencia hay mucha frustración, humillación, impotencia o falta de autoestima. Por eso en las relaciones sanas con los demás es necesaria una buena dosis de dignidad. La espiral de la violencia nos arrastra a todos, víctima y verdugo quedan ligados mediante un vínculo de aniquilación. Tendríamos que leer los conflictos armados en el mundo en clave de violencia introyectada en una sociedad que se ha vuelto paranoica, fundamentalista, temerosa de que caigan sus propios mitos.

Hay diferentes niveles de ahimsa que van desde el respeto a la consideración por el otro, desde la solidaridad hasta la bondad. Pero está claro que no basta con no dañar, con ser objetor de conciencia y abstenerse de ir a la guerra. No es suficiente con perdonar a los enemigos y olvidar viejas rencillas, es necesario pasar a la acción. Llevar esa no-violencia a través del servicio, ser agente de paz, poner armonía en nuestra vida para que irradie a nuestro alrededor.

No se trata tanto de abstenerse en hacer daño porque sobrevuele una prohibición social, porque lo manden las Escrituras o porque uno quiera retener una imagen de persona bondadosa. Cultivar ahimsa parte de una inteligencia innata ya que si ofreces este respeto amoroso ante la vida, ésta te muestra a cambio su rostro más amable. Cuando ahimsa esté sólidamente instalado en nuestra actitud alejamos de nosotros toda hostilidad, y desde ahí, la vida a nuestro alrededor florece. Hasta lo más minúsculo e insignificante tiene derecho a la vida.

 

Por Julián Peragón

 




Filosofía: el Yoga, definiciones

 

  • Sutra 1 Libro I
    Hay una tradición viva en la enseñanza del Yoga que pasa por una transmisión directa. Ahora empieza el Yoga si hay las condiciones adecuadas, si la iniciación ha sido suficiente.
  • Sutra 2 Libro I
    El Yoga es un estado de calma mental donde las fluctuaciones ordinarias de la mente son trascendidas. Mantener una dirección sin distracción.
  • Sutra 3 Libro I
    En consecuencia el Ser se reintegra en su fuente. El yogui redescubre su singularidad y universalidad. Capacidad de comprender plenamente el objeto.
  • Sutra 4 Libro I
    De lo contrario sigue la identificación con la mente inestable. Una mente agitada no puede seguir una dirección.

 

COMENTARIO:

Ahora empieza el Yoga. Que empiece la enseñanza del Yoga con buen presagio de la misma manera que se desea un buen viaje a un navegante que zarpa del puerto hacia destinos lejanos. En parte hay una celebración porque se ha llegado hasta aquí donde se inicia una enseñanza, pero también intuimos una advertencia, la necesidad de que los estudiantes estén maduros para recibir esta enseñanza.

Antiguamente los ritos de iniciación tenían la función de comprobar la disposición del aspirante, su compromiso, su coraje y su nobleza de corazón. En tanto que todo camino espiritual serpentea por laderas escarpadas donde las respuestas trilladas de la sociedad no funcionan, se requiere de un valor por encima de lo normal. En el camino encontraremos muchos obstáculos que amenazan lo conocido, que cuestionan nuestra cordura y que nos desconciertan. Tal vez por eso más allá del desafío iniciático, las pruebas son elementos de protección, límites adecuados para evitar el desastre.

En el materialismo espiritual de hoy en día del que hablaba Chögyam Trungpa el alumno parece estar comprando una enseñanza y exigiendo a los transmisores de la tradición lo que ellos mismos no están dispuestos a dar. En todo caso Patañjali habla desde otra época y cultura y parece dar por sentado que todas las condiciones se han cumplido para iniciar el aprendizaje de un conocimiento.

Hay que tener claro que Patañjali escribe para iniciados a través de máximas codificadas que son los sutras. El sutra que significa cuerda, hilo habla, lógicamente, de engarzar frases, de enlazar ideas sintéticas hasta darle cuerpo a un conocimiento esotérico. Sutras que se recitan para facilitar la memorización y asegurar la transmisión fiel de una enseñanza a través de los siglos mediante la tradición oral. Sutras que son una condensación de un saber que sólo pueden desvelar los maestros que ya han pasado por el proceso y pueden clarificar las innumerables dudas que aparecerán durante el camino. Y no es descabellado pensar que el primer sutra del libro primero en realidad está suponiendo un conocimiento previo y una maduración personal bastante avanzado del aspirante.

En el sutra 2, rigurosamente, Patañjali nos define lo que es el Yoga, es necesario que no haya dudas. El Yoga es la detención de los procesos mentales, pero en realidad no nos está diciendo que dejemos la mente en blanco sino que calmemos las fluctuaciones ordinarias.

Nirodha significa obstaculizar o detener. Significa una restricción o control aunque esta palabra no nos gusta por la carga cultural que tiene para nosotros. En todo caso es más lógico pensar en sujeción de esas fluctuaciones mentales de la misma manera que las riendas del caballo sirven para que el jinete pueda calmar los impulsos erráticos del caballo y pueda dirigirlo por el camino elegido. Es decir, no basta calmar, hay que orientar esa actividad mental hacia un fin determinado.

En consecuencia, nos dice el sutra 3, se produce el establecimiento del Testigo en su propia forma. En verdad, el que lo observa todo es el Purusha, la conciencia. Podríamos poner el ejemplo del Ser que está en una habitación y ve la realidad allá fuera, el bosque que rodea la casa. El Ser ve esa realidad a través del cristal de la ventana. Si ésta está sucia, coloreada o rota no podremos ver el paisaje. Así ocurre con una mente condicionada, confusa o agitada, colorea la realidad. Pero sí, a través de una progresiva purificación, la mente quedara calmada y libre de condicionamientos el Ser que somos vería la realidad tal cual es, y la realidad haría de espejo donde encontraría su reflejo.

Quizá todo el Yoga se resuma en esto, la reintegración del Ser en su propia fuente, esa fuente que siempre fue eterna, luminosa y serena. El Ser formando parte de la totalidad, siendo Uno y siendo múltiple, sin fronteras.

Ahora bien, nos recuerda Patañjali, si persiste al identificación con los procesos mentales habituales no habrá comprensión de la realidad observada, o en todo caso, será parcial. En su comentario Desikachar nos dice que una mente agitada raramente puede seguir una dirección.

Identificados con el pensamiento que nos da una falsa seguridad, creemos que la realidad se sostiene a golpe de pensamiento, pero, no cabe duda, el pensamiento de la realidad no es la misma realidad. El pensamiento será necesario para instrumentalizar la vida, tomar decisiones y darle coherencia a los actos pero no será necesario para vivir esa misma realidad. El pensamiento divide la realidad para manejarla, pero es la conciencia la que une, la que nos dice que no estamos separados.

 

Por Julián Peragón