Yoga en prisión
A la hora de hablar de impartir (tremenda palabra) clases de yoga en cualquier ámbito o a cualquier persona, lo primero que se me ocurre decir es que las clases de yoga no comienzan con la relación entre alumno y profesor sino en la práctica personal del profesor. En pocas disciplinas se cumple tanto aquella frase de «se enseña lo que se sabe, se transmite lo que se es». Y el yoga es una transmisión que va más allá de la técnica (aunque es imprescindible que la técnica sea impecable). Al decir «más allá de la técnica» no me estoy refiriendo a que el yoga deba confundirse con dinámicas de crecimiento personal o a que podamos meter un poquito de aquí y otro poquito de allá para hacer la clase amena, sino al hecho de que un profesor debería ser alguien que mostrase un camino (o, al menos, un trecho del camino) por el que ya ha ido y ha vuelto y por tanto fuera capaz de transmitir al alumno, junto con la técnica, la esencia de su experiencia. En ese caso, el acto de impartir clase se convierte en un acto de amor. En el caso del yoga en prisión, esta depuración previa del profesor es especialmente útil si quiere ofrecer a sus alumnos un conocimiento purificado de algunas cosas que pueden aparecer en el camino de alguien que decide impartir yoga en prisión:
En primer lugar la vanidad: «Voy a hacer algo diferente, original, algo que muchos consideran arriesgado, algo que muchos consideran altruista; cuando hable de ello, mis compañeros dirán: “Oh, yo no podría….”, etc…». La vanidad siempre es ridícula, pero está ahí, parloteando, y muchas veces gracias a ella nos ponemos en marcha para cumplir una vocación muy profunda, pero aún débil, de servicio a los demás. La vanidad puede ser una buena amiga siempre que, en la relación, no sea ella la que lleve la voz cantante.
En segundo lugar, el miedo: «Voy a estar rodeada de criminales, asesinos, violadores… ¿qué va a ser de mí si me atacan?». El miedo siempre es empobrecedor, pero está ahí, paralizando nuestro impulso de abrazar al hermano en los demás. El miedo al criminal tiene su origen, muchas veces, en que para nosotros, que formamos parte de eso que Brassens llamaba «gens bien intentionnés», matar, robar, violar… no son sólo delitos, no son sólo pecados, sino que son, sobre todo, tabús: algo que nosotros pensamos que «no seríamos capaces de hacer». Eso nos sitúa en el lado de los impotentes frente a los que han roto el tabú y por tanto tienen más poder que nosotros. En la medida en la que podamos contemplar el asesinato, la violación, el robo como tremendos errores que destrozan a quien los hace más aún que a sus víctimas no solo estaremos mucho más cerca de la realidad sino que además podremos sentir compasión (en vez de miedo) por aquellas personas que han cometido esos errores. Y nos situaremos no en el lugar de quienes «no son capaces de hacerlo» sino en el de quienes «eligen no hacerlo». Ya no seremos impotentes. No olvidemos, además, que si imponemos la identidad de asesino a una persona que ha cometido un asesinato deberíamos, en justicia, imponernos a nosotros la identidad de mentirosos porque alguna vez hemos mentido o de desleales o mezquinos porque hemos cometido deslealtades o mezquindades. Y si sabemos que nosotros somos mucho más que nuestros errores, deberíamos pensar que los demás también lo son. El miedo es un buen amigo, un guardaespaldas que nos ha hecho sobrevivir como especie pero que a estas alturas de la evolución humana ya merece una jubilación. Y, como casi todos los jubilados, nos cuenta batallitas. Hay que ser cariñosos con el miedo; es la única forma de que se calle.
En tercer lugar, la Institución. Me refiero a la cárcel en sí misma. Un lugar que no es lo que vemos en el cine (Celda 211 se rodó en una antigua cárcel porque las actuales no servían a la escenografía deseada), pero que conserva dentro de sí el ambiente de desesperanza que se respira en todos los lugares en los que el espíritu humano está muy, muy escondido bajo capas de indiferencia, desprecio y autodesprecio, impotencia miedo y apatía. Ese ambiente se contagia tanto a los internos como a los trabajadores, a pesar de que estos últimos salen y entran, e informa la manera de funcionar. Dar clases de yoga en la cárcel es a estar a expensas de olvidos, de ineficacia, de retrasos… es parte del plan y una buena oportunidad para marcar la diferencia entre la reacción habitual ante esas circunstancias y la de un practicante de yoga.
Estos tres obstáculos: vanidad, miedo, nuestras reacciones ante la propia institución, pueden proyectarse en nuestra enseñanza y sólo una práctica personal cuidadosa puede hacer que, poco a poco, vayamos suavizándolos para estar en condiciones de dar lo mejor a nuestros alumnos.
Por lo demás, una clase en prisión es como una clase en cualquier otro sitio. En la sala hay alumnos y profesora. Y esta tendrá que atender, en la medida de lo posible, a las características individuales de cada uno de sus alumnos. Siempre es bueno recordar que menos es más. El yoga que yo transmito es muy sencillo pero desde el primer día abarca los cuatro aspectos fundamentales: Moral (yama y niyama), âsana, prânâyâma y concentración en el objeto. Para esto último, propongo visualización de determinadas cualidades, con lo que enlazo de esa forma con yama y niyama. Las âsanas son sencillas y muy centradas en coordinar respiración y movimiento. En prânâyâma alargamos la expiración. Todo va encaminado a soltar lastre y nervios. Usamos la voz, por dos razones: para superar el aislamiento y la vergüenza y para crear sensación de equipo. A veces basta una sílaba tan significativa como MA para crear otro ambiente en la sala. A veces aprendemos algún mantra, con su significado. La concentración en el objeto es corta, apenas cinco minutos, interrumpidos a veces en periodos de uno para que sean conscientes de su distracción. Y ya está.
Mis alumnos de la prisión son muy buenos alumnos, respetuosos y agradecidos. A lo largo del curso suele mejorar el ambiente general de la clase y muchos de ellos muestran más iniciativa y más alegría. Por supuesto, hay abandonos y hay personas que han decidido que se saben el final de su película y no van a hacer otra cosa que contarlo. O sea, como en todas partes.
A la hora de dar clase en prisión es importante, bajo mi punto de vista, tener muy claro que el foco debe ponerse en transmitir yoga, no en tomar partido cuando los alumnos te hacen partícipe de sus agravios; tampoco se debe ir de colega, porque colegas tienen muchos, pero profesor de yoga no te tienen más que a ti. Eso no excluye un trato cariñoso, interesarse por sus vidas y prestarles la ayuda que en conciencia creas que se les debe prestar. Pero es fundamental, en este caso más aún que en otros, no juzgar a tus alumnos; y «no juzgar» no quiere decir solamente «no condenar» sino también «no absolver». Proyectar sobre los alumnos encarcelados nuestra ambición de «mejorar el mundo» o nuestra ideología no les ayuda a ellos sino que alimenta nuestro ego.
Confío en que estas notas sobre mi experiencia os hayan resultado útiles.
Por Luisa Cuerda
fotografía de Chema Olmos, mayo 2012